SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































domingo, 20 de junio de 2010

CAPÍTULO I

La primera vez que me atracaron tenía nueve años, un enjambre de pecas en la colmena de mi cara y una ristra de huesos milagrosamente ensamblados en una amalgama cercana a lo que podría ser un cuerpo. No es que estuviese delgado, es que era la famelia en carne y hueso (o más bien en hueso y hueso, porque de lo otro ya he dicho que andaba más bien escasito). Es más, si como sostienen algunos las palabras encierran en sí mismas la esencia de aquello a lo que representan, estoy seguro de que bastaba con echarme un vistazo rápido para leer en los manojos de sarmientos de mis extremidades “esmirriado” o “piltrafilla”.
Quizá fuera por mi figurilla contrahecha o tal vez porque vivía en un barrio donde la mala leche se mamaba a hostia pura sin consagrar ni nada, lo cierto es que fue verme a lo lejos y un brillo enigmático se apoderó de los ojos de aceite amarga de aquel chaval de no más de doce con pantalones cortos y camiseta raída que se acercó a galope tendido hasta las quijadas prominentes de mi universo de pecas con un mensaje breve pero inconfundible. “Dame er dinero cabrón o te rajo d´ arriba abajo”. Para asegurarse de que lo entendía acompañó sus palabras con lo que parecía una navaja de no más de cinco centímetros cuya hoja oxidada amenazaba con matarte de tétanos mucho antes que por heridas de arma blanca.
Mi primera reacción fue correr. Pero la última vez que intenté escapar por patas de un embrollo acabé con siete puntos de sutura en la barbilla, varias heridas menores en las rodillas y un dedo de la mano que no llegó a romperse, pero que no quedó muy fino que digamos. Os contaría qué pasó, pero me reservo el derecho de admisión para los lugares más recónditos e íntimos de mi vergüenza infantil. Después pensé en un golpe de kárate a lo Chuck Norris o a lo Bruce Lee, pero nooo… mejor lo dejamos ahí. En fin, sólo me quedaba lo único con lo que había sobrevivido hasta entonces en aquel barrio donde los demonios vestían como niños, hablaban como niños, blasfemaban como niños, pero ocultaban el mal en la parte más siniestra de su interior. Así que sin darle más vueltas recurrí a la épica y comencé a hablar con aquel matón de poco más de un metro. “A ver, tío, tú entiéndeme, yo te daba ahora mismo los veinte duros que tengo, pero dime qué le digo yo a mi madre que me ha dicho que compre un paquete de café, un paquete de leche y galletas”. “Ostia puta, y to eso lo vas a comprar con veinte duro, yo pa mi que no te da eh” “po eso digo yo. No sé cómo lo voy a hacer” “yo que sé, a lo mejo la de la tienda te deja fiao” “po a lo mejo, pero no sé yo” “Bueno tío po inténtalo y a ve si tiene suerte. Por esta ve te va a libra, pero la próxima me da to lo que tenga, eh?” “Vale quillo, venga, hasta luego” “hasta luego”.
Lo que os dije, si eras bajito, canijo y no eras una máquina de matar como el 007, tenías que ser más vivo que el hambre para superar el día a día de mi barrio y eso sí, en eso me matriculé cum laude.
Con el tiempo, ironías de la vida, aquel atracador de poca monta acabaría siendo uno de mis mejores amigos, pero para eso aún faltaban varios años y tengo demasiado que contar antes de seguir avanzando.

CAPÍTULO II

En mi barrio siempre había muchos perros. Y no me refiero a los vagos que se pasaban las horas muertas en el bar rascándose la barriga a golpe de cerveza y de cubatas, que también los había pero no me interesaban mucho por aquel entonces, la verdad. Yo hablo de los otros, los que ladraban, corrían, meneaban el rabo y mordían, sobre todo mordían, porque me chiflaban. A mí y a todos los demonios con caras de niños con los que jugaba cada día. Nos encantaba perseguir a cualquier gato incrédulo que osaba pasear con parsimonia o se revolcaba en la arena o se ponía a maullar en cualquier esquina; era un ejercicio de pura adrenalina. Dos, tres o cuatro perros pulgosos y canijos, diez o doce demonios con caras de mocosos y el millón de pecas de mi cara corriendo a todo trapo detrás de un gato que se había cruzado en mala hora en nuestro camino me daba la vida, en serio, era un gustazo. Ya sé, ya sé que a los amantes de los animales esto les parecerá horrible y cruel, pero esos no se han criado en mi barrio. Además con nueve o diez años no estaba yo para muchas lecciones morales que digamos.
Lo malo de aquellas correrías era que casi siempre acababan igual. El gato o la gata en cuestión siempre encontraban un pino al que subirse y entonces sí que se acababa la fiesta. Por supuesto, siempre tirábamos cien o doscientas piedras por si acaso, pero he de reconocer que o teníamos muy mala puntería (algo que varias cicatrices de mi cabeza pondrían en entredicho) o el felino se acurrucaba francamente bien en un punto estratégico donde nuestras armas no tenían ningún efecto. Exceptuando las poquísimas ocasiones en las que acertábamos y el gato caía entre las fauces de los perros que aguardaban impacientes, casi siempre nos marchábamos con las manos vacías, sudorosos, con los brazos extenuados de tirar piedras y con una vaga desazón cercana a la frustración que nos habría llevado a la depresión si no hubiese sido porque enseguida nos acordábamos de que los perros, los pulgosos, hambrientos y fieles perros sin duda todavía seguían allí. Dos demonios con caras infantiles o un demonio con cara infantil y yo con mi arsenal intacto de pecas nos subíamos a horcajadas de dos de los canes más fieros y los azuzábamos con toda la rabia de la que éramos capaces. La pelea no solía durar más de un par de minutos, pero se podía repetir el proceso tantas veces como se quisiera. Además, de vez en cuando nos llevábamos a nuestra jauría de paseo por otros barrios en busca de perros rivales. Huelga decir que casi siempre salíamos victoriosos.
Con el tiempo, no sé bien por qué, dejamos de hacer aquello. Tal vez porque cada vez eran menos los gatos a los que perseguir, quizá porque algún día de repente y sin avisar algún demonio con algo de fiebre dijese ostia puta quillo, que pena de gato, ¿no? O sencillamente porque los años no pasan en balde y aunque sea a base de pedradas la mayoría de la gente acaba madurando de un modo u otro. De cualquier forma, hubo un día en el que estábamos jugando al fútbol con nuestros perros pulgosos y mugrientos tumbados a la bartola, cuando un gato se atrevió a cruzar por detrás de nuestra portería a toda velocidad sin que el olfato atrofiado de nuestros compañeros de cuatro patas se hubiese percatado y … no hicimos nada. Simplemente nos miramos durante unos segundos y decidimos seguir jugando nuestro partido como si tal cosa. ¡Imagínate! Con un felino a tiro de piedra y nosotros no empezamos a correr como locos azuzando los colmillos afilados de nuestros pulgosos. .. En fin, las cosas cambian aunque no seas consciente de que están cambiando ni entiendas demasiado bien qué las motiva. A veces necesitas casi toda una vida para entenderlo, otras veces no logras entenderlo jamás. Yo, con poco más de nueve años, rodeado de demonios y con un saco de huesos por hacienda, demasiado tenía con seguir vivo y casi ileso cada día como para preocuparme por filosofías de todo a cien sobre la vida.

CAPÍTULO III

Si mal no recuerdo, fue por aquella época cuando me enamoré por primera vez como un pipiolo tocado por Cupido. Ella era alta, simpática, rubia de bote y me daba los buenos días cada mañana detrás del único canal de televisión que había entonces con una canción que aún hoy no he conseguido olvidar: “este es el show de XuXa que os saluda con amor”. Y eso era precisamente lo que yo necesitaba cuando la veía tras sus minifaldas imposibles, sus tops ajustaditos que dejaban ver mucho más de lo que tapaban y sus saltos y más saltos de aquí para allá rodeada de niños y de niñas que también saltaban y cantaban como imbéciles junto a aquella diosa de marfil que me hacía llegar tarde al colegio todas las mañanas con su irrepetible canto de sirena “es la hora, es la hora… es la hora de jugar”. Hubiese dado todas mis canicas chinas y dos de mis trompos de entonces por haber jugado con ella a los médicos y a las enfermeras. Sí, sin duda, creo que ella fue mi primer gran amor. Después vendrían otras imitadoras con fórmulas que enganchaban, para qué vamos a negarlo “a mediodía alegría”, pero nunca fue lo mismo. Hay ciertas cosas que sólo se viven de verdad una vez, la primera. El resto son sucedáneos descafeinados.
Por supuesto, con el tiempo descubriría la diferencia entre aquel escalofrío que recorría todo mi ser cuando veía el cuerpo semidesnudo de aquellas presentadoras y el verdadero amor, pero por aquel entonces aquello era lo más parecido que yo había experimentado nunca y como decía mi colega chuchi es que la tía eza está pa toma pan y moja.
Y es que la cuestión del sexo en mi barrio ocupaba gran parte de las tertulias diarias entre los demonios infantiles con los que compartía mis tardes ociosas. Yo no sabía muy bien de qué iba la cosa, pero en aquellas lides había que parecer un catedrático para que no te tomasen por inocente. Una vez un demonio menor preguntó que qué era aquello de correrse y desde entonces se convirtió en el corrito. Ya no importó el que alardeara de haber aprendido mucho desde entonces, cada vez que se reunía con nosotros una risa tonta saltaba de cara en cara hasta que alguien comentaba qué pasa corrito, ¿ya sabes lo del chorrito? Justo antes de que las risitas metamorfoseasen en carcajadas grotescas que no amainaban durante quince o veinte minutos. Alguna vez sentí pena por él, porque yo tampoco sabía entonces qué era aquello, pero ya os he dicho que si algo había aprendido en el infierno de mi barrio era a ser vivo para no convertirme en carnaza de los tiburones terrestres que andaban por doquier.
El símbolo sexual por excelencia en aquel mundo de maldad infantil era el burro del Chanín. El Chanín era un matón de los muchos que había en las barriadas, pero sus proezas sexuales corrían de boca en boca como regueros de pólvora alimentando la expectación y la envidia de todos los neófitos que escuchábamos boquiabiertos los relatos de sus hazañas. Por lo visto, era el único demonio menor de trece años que conociéramos que ya había practicado el sexo con esa gran desconocida que era la mujer. Quizá por eso o por una asociación malévola cuyo origen preferí no investigar, cada vez que el burro del Chanín rebuznaba en las cuadras situadas a menos de un kilómetro del barrio, alguien preguntaba invariablemente Corrito ¿tiene lah mano limpiah? Po anda vé a hazerle un favó ar burro der Chanín. Evidentemente las risas que seguían al comentario podían durar tanto como una buena novela de suspense…
Lo malo es que a veces el dichoso burro se pasaba rebuznando toda la tarde, no me preguntéis por qué, y a la décima vez que la preguntita se repetía la cosa quieras que no perdía parte de su gracia. Pero eso sí, aunque se hubiese repetido un millón de veces había que esbozar al menos una breve sonrisa cada vez, para que nadie pensara que no habías entendido la broma o que no te había hecho gracia, un pecado imperdonable como el de no saber guindarte a un pino para coger los nidos de los gorriones.
En fin, como ya os he dicho fue por aquel entonces cuando las primeras punzadas de mi cuerpo infantil raquítico dieron señales de una adolescencia incipiente, pero todavía habrían de pasar algunos años hasta que el mundo críptico y lejano de las féminas se convirtiera en algo más importante en mi vida que un buen tirachinas o ganar cien canicas en una sola tarde.