SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































jueves, 29 de julio de 2010

CAPÍTULO VII

Debo reconocerlo. Nunca he entendido ese afán de la gente por madrugar y por la puntualidad. Yo me sublevaba cada mañana en la que el despertador con un ring infernal se empeñaba en perforar mis pobres e inocentes tímpanos para acudir a clase temprano. “Cinco minutito má, por favó. Solo cinco minutito má”. Total, tanta prisa por levantarme para ir a sentarme en un pupitre frío y desagradable donde solía pasar dormitando los primeros cuarenta minutos tampoco parecía muy importante. Quizás por eso siempre tenía una buena excusa para no ir a clase a primera hora “porque el maestro se ha puesto malo y nos ha dicho que no vayamos hasta segunda hora. Te lo juro mamá, mira que eres desconfiá, si quiere llama al colegio y te queda tranquila”. Por supuesto mi madre nunca llamaba y yo siempre tenía una o dos buenas excusas preparadas para evitar madrugar más de lo estrictamente necesario. Una cosa era levantarse para ver a Xuxa y otra muy distinta hacerlo para ir al colegio. Además, yo era de notables y sobresalientes, así que tampoco era necesario vigilarme de cerca.
Cuando no tenía más remedio que ir a primera hora siempre llegaba tarde. Y eso sí, entonces tocaba la monserga del maestro, la cual siempre concluía con un lapidario “y recuerda, a quien madruga dios le ayuda”. Como si a mi legión de legañas mal lavadas y a mis ojeras de grutas como la de Polifemo les interesara algo la opinión de ese señor bajito vestido con vaqueros demasiado apretados y una camisa de flores sesentera que hablaba con la suficiencia del que todo lo sabe. Pues si dios me hubiera echado un cable esta mañana, pensaba yo descorazonado, ahora estaría calentito en mi camita soñando en el paraíso del Xuxa world y mi madre no me hubiera obligado a venir para escuchar lecciones del hippie con gafas demasiado grandes que nos daba lengua ese año. Es que algunos días tenía mala suerte, de verdad.
Vale, vale, ya sé que todo el mundo se levanta temprano para trabajar o para estudiar, pero los errores hay que denunciarlos y en la medida de lo posible corregirlos, como en su día se corrigió el Antiguo Régimen o como esperamos que se corrija el capitalismo salvaje de nuestros días. Al menos yo, con diez, once y doce años creía rotundamente que la humanidad en algún momento cometió un error garrafal permitiendo que los adjetivos puntual y madrugador estuviesen ligados al concepto de personas serias, responsables, buenas y trabajadoras. Si no me creen, que le pregunten a cualquier niño de nueve añitos si le gusta ser martirizado de lunes a viernes con el rejoneo de venga arriba dormilón que ya son las ¡¡¡¡ siete y cuarto!!!!, seguido del puyazo de lávate la cara y los dientes y tómate la leche con cola cao (pero si todavía no sabe ni qué día es, por dios), acto seguido las banderillas de los doscientos kilos largos de los libros con los que debe recorrer un particular viacrucis hasta su Gólgota escolar, donde le espera el golpe de gracia de seis horas seguidas acuchillado por la semántica, las fracciones, el curso de los ríos o el círculo cromático.
Por si fuera poco, no contentas con eso, las madres te llaman cuando apenas llevas diez minutos de siesta. Vamos, vamos, dormilón que te pasas el día durmiendo y luego llegas tarde a las clases de la tarde… porque sí, ¡¡en mi época dábamos clases también por las tardes!!. No es que tuviera nada contra el colegio, pero al gracioso que lo puso por la mañana temprano no me hubiera importado presentarle a un par de matones de mi barrio, para que solucionasen sus diferencias, no sé si me explico.
Tal vez me equivocara, pero entonces pensaba que si los mayores no pasasen tanto tiempo pendientes del reloj probablemente serían muchísimo más felices y de paso yo viviría más tranquilo.

CAPÍTULO VIII

Si el colegio es un castigo insufrible para la mayoría de los niños y niñas, imaginaos lo que habría sido la escuela que estaba junto a mi barriada. En serio. Pocas veces en la historia de la humanidad se han concentrado tantos aspirantes a delincuentes en tan pocos metros cuadrados.
Por si fuera poco, si te descuidabas durante el recreo, algún espabilao te quitaba el bocata con el viejo truco de “quillo, dame un caíto, no. Enga, quillo, un caíto chiquetito”. Solo reaccionando como una centella y engullendo como un cerdo al que le fuese la vida en ello lograbas evitar la dentellada desesperada del susodicho espabilao que se llevaba consigo medio bocadillo largo y te dejaba babeado (perdón a los escrupulosos) el resto. En general, de todas formas, los únicos que tenían que temer las fauces hambrientas de mis congéneres eran los pobres chicos bien del centro del pueblo que por extrañas carambolas del destino acababan como ovejas en el matadero lobuno de mi colegio. No es que estuviésemos hambrientos ni nada parecido, era más bien por putear un poco al otro, un deporte de mucho éxito en mi entorno escolar.
Eso sí, para mala leche de verdad, la que se gastaba Don “Klaus”. Se contaba que en una ocasión le rompió una pierna a un alumno mientras decía sin titubear la tabla del nueve arrancándole de paso la oreja a otro por estornudar. ¡Qué tío! Yo, que como ya he comentado lo creía todo a pie juntillas, daba gracias a dios cada año cuando me enteraba de que él, el ogro alemán, no me daría clases. Una vez, sin embargo, tuve que entrar en la mazmorra de su aula durante una hora completa y tanto mi miedo contenido como la orina de un desconocido chico de unos once años, al que le presentó demasiado rápido a su colega un guantazo con la derecha y a su otro amigo dos patadas con la izquierda por no saber una división, fueron testigos de que el muy hijo de Alemania se tenía ganada a pulso hasta la última coma de su fama. La mayoría de los maestros, sin embargo, casi nunca recurrían a la violencia y como mucho los veías mirando al cielo con los puños levantados preguntándose qué habrían hecho mal en otra vida para merecerse el castigo divino del rebaño de lobos con caras de niños al que inútilmente trataban de educar.
A pesar de todo, he de reconocer que me encantaba el colegio. Era un pillo, me saltaba la valla para cazar lagartijas durante el recreo y en más de una ocasión me vi envuelto en asuntos a los que simplemente llamaremos turbios y sobre los que correremos un tupido y conveniente velo, pero en el fondo adoraba la sensación de saber siempre o casi siempre la respuesta a la mayoría de las preguntas, ser el más rápido leyendo o sacar una de las notas más altas en los exámenes. Es cierto, era un empollón, pero de los raros, porque no encajaba en el perfil de los empollones de entonces, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto. Sobre todo me gustaba la literatura. Jamás olvidaré lo que sentí cuando una maestra leyó aquello de “no es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor”. No pude evitarlo, me fui a la biblioteca y leí Don Juan Tenorio de un tirón, fascinado por aquel caradura sinvergüenza que por la noche amaba a cualquier dama que se pusiese a tiro y por el día mataba en un duelo al rival más peligroso sin pestañear siquiera. Poco después, por alguna extraña razón llegó hasta mis manos El Diario de Ana Frank, fascinante y trágica historia de una proscrita, de una perseguida. Por si fuera poco, por aquella época leí Rebeldes y entonces lo supe con una certeza casi premonitoria: algún día, algún día escribiría un libro sobre todo aquello, sobre mi barrio, sobre el bichito, sobre las hojas moras y sobre el hijo de Alemania que repartía más hostias que el cura del pueblo.
Estaba seguro. Observando el otoño agonizando en las últimas hojas de los árboles desnudos del patio del colegio, tras los cristales empañados de mi vieja clase de séptimo de EGB, donde dos de mis compañeros se daban una buena tunda de palos mientras el maestro intentaba separarlos en vano, sabía -sin ningún género de dudas- que algún día, cuando llegase el momento, yo también escribiría mi historia.

CAPÍTULO IX

En realidad no lo robé. Bueno, si acaso un poquito. Pero pretendía devolverlo, en serio. Bueno, sólo un poquito. Pero las cosas se complicaron y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde.
De hecho, todo comenzó una tarde como cualquier otra mientras nos preguntábamos si el grito de mi vecina del segundo llamando a su niño “zo hijo la gran puuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuutaaaa. Zube pa rriba que te voy a mole a palo. Cacho cabroooooooooooooón” era un falsete en la escala de fa o una muestra espeluznante y prodigiosa de primitivos rituales ya olvidados de nuestros antepasados presentes en el imaginario colectivo. Como los gritos de la loca eran usuales, pronto dejaron de llamar nuestra atención que regresó al gato negro con una extraña mancha blanca en la cabeza que de un modo inverosímil había saltado de un pino a otro y de allí al tejado de una cuadra, donde encontró un agujero que le condujo a la seguridad de su interior cerrado con candados que se nos antojaron infranqueables. “habéi visto quillo, increíble. Ha zartao d´un pino ar otro por lo jaire, quillo, qué flipe” “a mí ma fartao na pa darle una pedrá en lo jaire. Za ma escapao por lo pelo, qué flipe” “pa flipe, flipe, er vídeo q´an echao hoy en la tele. Un pavo con una carrito der zupermercao bajando a to carajo zacao una cuesta abajo increíble. Flipante, pero flipante, quillo”… Tras unos segundos de un reflexivo e inexplicable silencio, la ocurrencia del sevi encendió una lucecita en nuestro interior, porque aquello de tirarse por una cuesta abajo subido en un carrito de la compra sin frenos ni posibilidad alguna de controlarlo de ningún modo nos pareció a todos la mejor idea del año con diferencia. Es más, nos parecía extraordinario el que no se nos hubiera ocurrido antes.
Y así, sin más, dejamos aparcados a nuestros pulgosos, al gato volador cuyo salto todavía hoy me intriga y a los gritos desaforados de la loca para irnos hasta el supermercado más cercano donde conseguiríamos nuestro fórmula uno modelo supermarket. El problema, por supuesto, se presentó en cuanto constatamos que lo mismo nuestra idea de coger un carrito para tirarnos por una cuesta abajo una y otra vez hasta que nos aburriésemos o nos abriésemos la cabeza y destrozáramos nuestro medio de transporte, no sería del agrado del dueño del establecimiento. Por ende, se impuso el sentido común y decidimos que lo más conveniente sería cogerlo sin que nadie se diese cuenta y si acaso después devolverlo del mismo modo. Pero mi intención nunca fue robarlo, lo juro. Simplemente quería cogerlo un ratito. En fin, como os podréis imaginar no fue muy difícil hacernos con un carrito que chirriaba un poco y que tenía una sospechosa tendencia a desviarse a la derecha. Llevarlo casi en volandas hasta el borde de una pendiente lo suficientemente pronunciada para que todos saltásemos de la emoción fue coser y cantar. Y claro, de perdidos al río: “A la de tres y maricón er úrtimo”. Pin, pam fuera y… os juro por todos los cristales, chinarros, gravilla y baches que nos pasaron literalmente por encima, que todavía hay momentos en los que me pregunto cómo fue posible que un carrito con tres críos encima pudiese dar tantas vueltas y tan variadas en una cuesta que apurando mucho jamás llegaría a los sesenta metros.
Por supuesto, aquella tarde supuso la última aventura del amasijo de hierros retorcidos que antaño fuera un carrito y la primera de una de las muchas cicatrices que desde entonces adornarían diferentes partes de mi cuerpo, ubicadas por fortuna en lugares poco visibles y bien disimuladas por el tiempo.
Nunca más volvimos a hablar de la cuesta, del mal rato que pasamos en urgencias ni de los palos que nos llovieron cuando hubo alguna parte de nuestro ser libre de heridas, moratones o magulladuras, pero lo cierto es que cada vez que voy a un supermercado y cojo un carrito para hacer la compra, siento un breve escalofrío antes de esbozar una sonrisa nostálgica e imperceptible. A veces, me pregunto si a ellos les pasará igual…

sábado, 3 de julio de 2010

CAPÍTULO IV

Una auténtica pelea siempre comenzaba con una buena piña en la cara. Eso lo sabe cualquiera que haya crecido en el paraíso de las peleas. Sin embargo, cuando la cosa comenzaba con patadas o alguno de los rivales se agarraba al otro, la cosa se alargaba mucho y al final con suerte veías un poco de sangre en una rodilla. Pero si las hostilidades se desataban a hostia limpia desde el principio, entonces sí que el espectáculo estaba asegurado: una nariz rota, una ceja partida, un labio reventado… el catálogo de posibles consecuencias era variado y siempre muy sanguinolento. No es que yo fuese un amante de la bulla, pero en mi barrio las diferencias de opiniones casi siempre se solventaban con la ley de la selva, el que quedaba de pie ganaba. Quizá por eso cada vez que había una pelea en cualquier sitio todos corríamos como locos para presenciarla y conocer el resultado. En mi caso, además, era una cuestión de supervivencia. Tenía que conocer bien a los demonios capaces de dibujar un picasso en el universo pecoso de mi cara para evitarlos o adularlos si fuese necesario.
Un entretenimiento menos violento que el recurso a los puñetazos era nuestro inolvidable vamo a echá un caé. Es decir, de buenas a primeras dejábamos de jugar al trompo, al escondite o de tirar petardos en las papeleras para agarrarnos como judokas profesionales intentando tumbar al otro antes de que él hiciese lo mismo contigo. Era divertido y emocionante, el problema es que a veces te entusiasmabas y cuando el otro ya estaba en el suelo vencido tú le dabas una hostia o dos por la emoción, sin maldad, casi sin darte cuenta y claro, al otro que maldita la gracia que le hacía ese juego le entraban ganas de devolvértelas y como imaginaréis al final se liaba, porque a ver quién era el guapo que dejaba de tirar puñetazos a diestro y a siniestro para explicarle al otro que aquello empezó como un juego y que ya era hora de parar. Por lo general, no obstante, un caé casi siempre acababa de buen rollito y quien ganaba le explicaba al perdedor lleno de orgullo cómo había logrado tirarlo primero o cómo hizo para recuperarse cuando ya parecía desequilibrado.
Una vez llegué a mi casa con la nariz rota y un ojo morado. A mi madre no es que le hiciera demasiada gracia que digamos “pero de dónde viene así arma de cántaro quién ta echo eso” “ha sío er rafita mamá, pero yo gané er caé y creo que le roto er labio”. Después de los cuatro buenos alpargatazos que logró darme antes de que me metiera debajo de la cama, casi puedo verme secándome las lágrimas y la sangre mientras me reía por lo bajo porque me imaginaba las dos buenas hostias que su madre le estaría dando en aquellos momentos al malaje del rafita, que perdió los estribos cuando salí victorioso y no le vio la gracia a los tres guantazos que le di mientras me mofaba de él por lo torpón que había sido.
Ya sé que la violencia no es el mejor recurso para solventar los problemas, pero al guapo que haya sobrevivido en un mundo como el de mi infancia sin repartir un poco de leña de vez en cuando habría que levantarle un monumento porque o está muerto y las estatuas casi siempre se erigen para los fallecidos o es un santo. Evidentemente, a mí no me levantaron ninguna estatua.

CAPÍTULO V

Si Satanás en persona hubiese decidido reencarnarse en un ser humano para sembrar el mundo con tempestades de fechorías e implantar su reino de maldad, sin duda alguna habría elegido a uno de mi barrio. Y no a uno cualquiera, que de tontos con pretensiones está el mundo lleno. Habría escogido al bichito verde, estaba completamente seguro. Porque malos, malos, malísimos los encontrabas en cada recodo, levantabas una piedra y salían tres o cuatro, pero lo del bichito verde era harina de otro costal, o como decía el Germán “a eze hay qu´echarle de comé aparte”.
Muchos años después supe que tenía un nombre real y normal, pero por aquel entonces para mí estaba envuelto en un aura de misterio y de sombras, era el mismísimo príncipe de las tinieblas con cara de crío algo regordete, más bien feucho y un pelín cabezón, siempre al acecho para atraparte y hacerte algo terrible, no sé bien el qué, pero tenía un miedo irracional a encontrarme con él a solas, sin otros demonios cerca para esconderme entre la muchedumbre y pasar desapercibido. Al parecer tenía un hermano mayor en la cárcel, se decía que por matar a veinte o a treinta personas, aunque también se decía que cada noche cuatro o cinco niños del barrio eran secuestrados por vendedores de órganos implacables que te sacaban las tripas sin anestesia y después tiraban tu cuerpo mutilado en un descampado donde te morías lentamente sin cenar ni nada, mientras tu madre te esperaba despierta con la zapatilla en la mano, pero con cara de preocupación. Yo lo creía todo a pie juntillas, cuando el río suena agua lleva, y muchas noches tenía pesadillas en las que el bichito verde y su hermano el asesino múltiple se aliaban con los ladrones de órganos para acabar conmigo. Era muy desagradable y aunque a veces yo fantaseaba con que de mayor sería un héroe valiente y abnegado, cuando en aquellos sueños me veía a solas con la banda del bichito siempre empezaba a gritar como una nenaza y a correr como un loco intentando escapar de mi destino. Una vez incluso me meé en la cama, lo juro. .. bueno, en realidad no fue por eso, simplemente se me escapó, pero le dije a mi madre que había sido por las pesadillas y no me pegó nada. Bueno, casi nada. Fue la única vez que el bichito verde hizo una buena acción por alguien, aunque en realidad la hizo sin su consentimiento, de hecho creo que si se hubiera enterado me habría matado o algo parecido.
Sin embargo, el colofón de mi terror infantil por la figura demoníaca del bichito llegó una calurosa tarde de verano en la que yo, ingenuo saco de huesos y pecas moteadas como los plátanos de canarias, me atreví a desafiar las leyes no escritas de que a ciertas horas era mejor no atravesar ciertos sitios y me aventuré por el bloque del maligno con una bicicleta que mi vecino “el quini” me había prestado. Por supuesto, en cuanto mi figura espectral, émula quizá de la del caballero de la triste figura, hizo acto de presencia en el reino del innombrable, aquél emergió de dios sabe dónde y antes de que pudiera echarme a correr o a llorar o a cualquier cosa, me encontré en el suelo, envuelto por una carcajada tosca y gutural, mientras el azote de mi placidez se montaba en mi bici prestada dispuesto a llevársela no sé a dónde para hacer no sé qué. En aquella ocasión, por primera en mi corta y jodida vida me falló la intuición y fui incapaz de recurrir a la verborrea para hipnotizar a mi enemigo. Por el contrario, incurrí en una torpeza indigna de alguien de mi experiencia en lides como aquellas. Así que sin darme cuenta, arrepintiéndome casi mientras las perlas léxicas de mi boca tejían a grito pelado un collar sintáctico perfecto, le dije exactamente lo que pensaba “so hijo puta, me cago en to tus muerto, cabrón”.
Dos horas más tarde, cuando el ocaso vestía de malvas anaranjados el horizonte irrepetible de los pinares de Punta Umbría, yo, sin dejar de correr ni de llorar me preguntaba quién me mandaría a mí a decirle todo lo que dije al Sauron de mi niñez, al innombrable, al temible e implacable bichito verde. Lo cierto es que las fuerzas ya empezaban a fallarme, tenía hambre, sed, sueño y los alambres tronchados de mis piernas no parecían dispuestos a sostenerme en pie durante mucho más tiempo. Pero Él seguía allí, a lo lejos, siguiéndome incansable, dispuesto a vengar la afrenta de mis insultos. Cuando se acercaba yo corría con todas mis fuerzas, entonces él, más lento, se paraba y esperaba. Yo volvía a detenerme y a observarlo en la distancia hasta que se ponía en marcha nuevamente y otra vez a empezar. Por si fuera poco, la bestia traía consigo a su hermano pequeño, más o menos de mi edad, que estaba por allí cerca cuando yo me acordaba de su familia y también tomó el agravio como algo personal, es que hay gente muy susceptible, de verdad. Lo cierto es que ya estaba un poco harto de ir y venir, le había dado la vuelta al barrio unas doce veces y había hecho más kilómetros que un seat de los antiguos, de modo que tomé una determinación.
Cuando Él avanzó yo no me moví, cada vez estaba más cerca y al verme inmóvil se animó corriendo más y más rápido, pero justo entonces, en el instante en que sus tenazas grotescas con un parecido razonable a unas manos estaban a punto de atraparme salí disparado de mi estado aparentemente catatónico y con una finta digna de Michael Jordan dejé atrás a mi perseguidor y encaré a su hermano que no esperaba encontrarme cara a cara sin el apoyo de su superior. Ese segundo de duda fue esencial para escapar. Mis pobres piernas casi no tocaban el suelo, mis perseguidores habían quedado atrás y yo era mucho más rápido, de modo que solo tenía que seguir corriendo hasta mi bloque, subir las escaleras y refugiarme en mi casa, de donde no saldría en los próximos treinta o cuarenta años. Lo había conseguido, ¡lo había conseguido! Había entablado una batalla desigual contra un gigante de mi barrio e iba a sobrevivir para contarlo, después de todo no había sido tan difícil, un poco de inteligencia, una pizca de reflejos y si te he visto no me acuerdo. Qué demonios, había sido incluso fácil. Me sentía tan orgulloso de mí mismo, tan feliz y tan jovial que olvidé una regla de oro “no bajes la guardia hasta que el peligro haya pasado” y por eso no lo vi, porque no lo esperaba. Salió de la nada y me hizo un placaje perfecto, como un jugador de rugbi de los de la tele, en serio, fue increíble. Me hizo dar unas diez volteretas por el suelo antes de gritar como un poseso, “lo tengo bicho, lo tengo, corre que ze levanta”, como si eso hubiese sido posible. Estaba agotado, magullado y desorientado, el Roge se había unido al grupo de cazadores al igual que una alimaña en busca de carnaza y yo torpe y descuidado ni siquiera había advertido su presencia.
Por supuesto, cuando los otros dos llegaron hasta mí se cebaron con mis despojos, me dieron hostias hasta en el carné de identidá, y hubiesen seguido sine die si no me llego a levantar no sé muy bien cómo y llorando como una nenaza no me hubiera puesto a llamar a mi mamá, que eso sí, en esos casos las madres tienen un súper oído que ya lo quisiera Superman. Al oír a lo lejos la voz de mi madre llamándome, los matones me dejaron con mis moratones y mi autoestima por los suelos y pusieron pies en polvorosa. Yo llegué hasta mi salvadora bañado en lágrimas, hecho un cristo por las llagas y el sufrimiento, pidiendo un poco de alivio maternal después de tantos padecimientos. “máma, mamá” logré articular entre sollozos. “Encima me va a llorá, que llevo una hora llamándote” y aquella vez, por primera vez en mi vida, los cinco zapatillazos que mi madre logró darme antes de que me metiera debajo de la cama me supieron a gloria porque al fin estaba en casa y por algún milagro inexplicable todavía seguía vivo.
Creo que después de aquello no volví a ver al bichito verde de cerca hasta que cumplí los dieciséis, pero esa, por supuesto, es otra historia que contaré más adelante.

CAPÍTULO VI

Tal vez la situación financiera en wall street no fuese vital en un lugar donde con suerte se llegaba a fin de mes sin dejar algo fiado en la tienda, pero para los demonios infantiles del barrio disponer de algo de efectivo era vital para comprar un trompo, unas canicas, algunos petardos o cromos de los futbolistas de la liga como Hugo Sánchez, Sanchís o Hierro. Por supuesto, si tu madre no te daba el dinero para esas “tonterías”, no tenías más remedio que avivar el ingenio y espabilar para sacarlo de debajo de las piedras si fuese necesario.
Mi primer negocio fue el del pin ball. Bastaba con un tablero de madera pedido amablemente o sustraído delicadamente de la carpintería más cercana, algunas puntillas, dos pinzas de la ropa y unas gomas elásticas de las cajas de zapatos. Después de unos minutos de trabajo dejabas preparado tu propio pin ball, en el que cualquiera podía ganar varias pesetas si lograba introducir la canica en el agujero correspondiente. Cada partida costaba una peseta y tú te encargabas de hacer el juego lo suficientemente difícil como para que nadie lograse ganar ni un miserable céntimo. Los demonios del barrio se jugaban las pesetillas que les sobraban de los mandados de sus madres o el dinero del bocadillo o del dulce de la merienda y yo al final de cada día obtenía unos pingües beneficios a costa de la ambición y la ingenuidad ajena. Al final tuve que dejarlo porque eso de perder no le hacía gracia a la mayoría y alguna vez que otra estuve a punto de acabar con mi tablero de sombrero, sin contar con las veces que alguna madre venía con su niño llorando del brazo porque aquella tarde se había quedado sin merienda por mi culpa, imagínate, ni que yo se lo hubiese quitado con una navaja…
Sea como fuere, no tuve más remedio que buscar nuevas fuentes de financiación y entonces descubrí el negocio de las hojas moras. Era sencillo, barato y relativamente cómodo. Sólo necesitabas proporcionar hojas de una morera a los pijos que criaban gusanos de seda a cambio de un módico precio y por suerte en mi colegio había varias moreras.
El único problema es que tenías que saltar la valla del colegio cuando empezaba a anochecer y guindarte a los árboles sin que el portero del recinto te viese, pero bueno, no hay negocio sin una pizca de riesgo. Por lo general, siempre tuve suerte y fui rápido y ágil en la sustracción de hojas, pero hubo un día en el que no estuve tan fino, lo cual estuvo a punto de costarme un disgusto. Ocurrió una tarde como otra cualquiera en la que acudí con varios compañeros demoníacos al colegio. No sé bien qué falló, tal vez fueran nuestras carcajadas cuando uno de nosotros se resbaló y casi se rompe la cabeza al caer desde unos cuatro metros o quizás la pelea improvisada de moras que empezó justo después con todo el griterío que ese tipo actos lleva aparejado. El hecho es que evidentemente el portero del colegio apareció mientras nosotros seguíamos subidos en las moreras y claro, ya no tuvimos escapatoria. Ni que decir tiene que intentamos todas las tretas habidas y por haber: mentir sobre nuestros nombres, asegurar que los hojas eran para una anciana que vendía gusanos en el barrio como único medio de subsistencia y alguna más que prefiero omitir por el ya citado respeto a ciertos arcanos de mi vergüenza infantil. Por supuesto, el Andrés, que así se llamaba el portero, no creyó ninguna de nuestras mentiras, puesto que ya nos conocía de nuestras fechorías en el colegio. Así que anotó nuestros nombres, los auténticos, y prometió dar la relación de los mismos a nuestros profesores para que ellos contactaran con nuestros padres. La zapatilla de Damocles empuñada por mi madre volvía a pender sobre mi cabeza.
Y entonces llegó él. Cuando nos íbamos cabizbajos, apaleados y tristes, con nuestras bolsas de hojas como pobre botín después de una batalla perdida, nos encontramos con mi atracador favorito, con el mismo que quiso robarme veinte duros a golpe de navaja, el mismo que ahora con un compañero moreno y algo más alto, blandiendo el mismo arma blanca de nuestro último encuentro nos exigía las hojas de las moreras para sus gusanos. Por supuesto, mis compañeros enseñaron los dientes y se dispusieron para el combate porque después de lo que les había costado conseguir nuestro tesoro no estaban dispuestos a renunciar a él por el primer ladronzuelo con malas pulgas que se cruzara en su camino. Sin embargo, en aquella ocasión yo ya había recuperado mi habitual destreza y enseguida vi el filón para salir del embrollo en el que estábamos metidos matando dos pájaros de un tiro. Sin dudarlo le di todas las hojas moras ante la estupefacción de mis acompañantes que casi no tuvieron tiempo de protestar porque los dos atracadores ya corrían en la lejanía con gritos de júbilo. Antes de que los míos me apalearan corrí de nuevo hacia el colegio llamando al portero. “André, André, no te lo va a creé. Do niño nos acaban de robá la hoja morah con una navaja. Casi nos matan y tó André” “¿qué os han zacao una navaja? Cago en dio ¿quién ha zío?”
Din don din, mi plan salió a la perfección. Al final Andrés borró nuestros nombres de la lista negra y apuntó el de los dos malévolos atracadores con navajas. Perdimos las hojas de las moreras, es cierto, pero evitamos los zapatillazos de nuestras madres. Además, una hora más tarde ya habíamos vuelto al colegio y habíamos llenado otras dos bolsas de hojas. Mis acompañantes cambiaron su rabia inicial por agradecimiento y yo aprendí otra valiosa lección de mi barrio. Si sacas a alguien de un marrón, puedes estar seguro de que él te devolverá el favor antes o después y eso en la tierra satánica y violenta de mi infancia era algo extraordinariamente valioso.

Una aportación inesperada de fondos para mi reserva siempre escasa llegó el día de mi primera comunión. No sé cuántos años tenía, pero eran los suficientes como para aprender que vestido de marinerito la gente te daba veinte duros o doscientas pesetas a cambio de una estampita en la que dijese “recuerdo de mi primera comunión”. Así que ni corto ni perezoso, mientras mi familia y mis amigos celebraban la consabida fiesta en mi honor, yo me pasé toda la tarde recorriendo el pueblo y dándole estampitas a cualquier incrédulo o incrédula que se cruzase en mi camino. Al día siguiente yo había obtenido casi cinco mil pesetas con mis arduas transacciones y durante las dos semanas siguientes mi madre no acabó de comprender por qué medio pueblo le decía lo guapo que estuvo su hijo en su primera comunión. Con el tiempo supo la verdad. Por suerte le cayó en gracia la cosa y no me llevé ningún palo. Las cosas son así: a veces se gana y otras se pierde. Yo, con pocos años y con menos recursos, tenía más claro cada día que mi astucia era lo único que tenía para sobrevivir en las ciénagas virulentas de mi barrio.