SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































sábado, 3 de julio de 2010

CAPÍTULO VI

Tal vez la situación financiera en wall street no fuese vital en un lugar donde con suerte se llegaba a fin de mes sin dejar algo fiado en la tienda, pero para los demonios infantiles del barrio disponer de algo de efectivo era vital para comprar un trompo, unas canicas, algunos petardos o cromos de los futbolistas de la liga como Hugo Sánchez, Sanchís o Hierro. Por supuesto, si tu madre no te daba el dinero para esas “tonterías”, no tenías más remedio que avivar el ingenio y espabilar para sacarlo de debajo de las piedras si fuese necesario.
Mi primer negocio fue el del pin ball. Bastaba con un tablero de madera pedido amablemente o sustraído delicadamente de la carpintería más cercana, algunas puntillas, dos pinzas de la ropa y unas gomas elásticas de las cajas de zapatos. Después de unos minutos de trabajo dejabas preparado tu propio pin ball, en el que cualquiera podía ganar varias pesetas si lograba introducir la canica en el agujero correspondiente. Cada partida costaba una peseta y tú te encargabas de hacer el juego lo suficientemente difícil como para que nadie lograse ganar ni un miserable céntimo. Los demonios del barrio se jugaban las pesetillas que les sobraban de los mandados de sus madres o el dinero del bocadillo o del dulce de la merienda y yo al final de cada día obtenía unos pingües beneficios a costa de la ambición y la ingenuidad ajena. Al final tuve que dejarlo porque eso de perder no le hacía gracia a la mayoría y alguna vez que otra estuve a punto de acabar con mi tablero de sombrero, sin contar con las veces que alguna madre venía con su niño llorando del brazo porque aquella tarde se había quedado sin merienda por mi culpa, imagínate, ni que yo se lo hubiese quitado con una navaja…
Sea como fuere, no tuve más remedio que buscar nuevas fuentes de financiación y entonces descubrí el negocio de las hojas moras. Era sencillo, barato y relativamente cómodo. Sólo necesitabas proporcionar hojas de una morera a los pijos que criaban gusanos de seda a cambio de un módico precio y por suerte en mi colegio había varias moreras.
El único problema es que tenías que saltar la valla del colegio cuando empezaba a anochecer y guindarte a los árboles sin que el portero del recinto te viese, pero bueno, no hay negocio sin una pizca de riesgo. Por lo general, siempre tuve suerte y fui rápido y ágil en la sustracción de hojas, pero hubo un día en el que no estuve tan fino, lo cual estuvo a punto de costarme un disgusto. Ocurrió una tarde como otra cualquiera en la que acudí con varios compañeros demoníacos al colegio. No sé bien qué falló, tal vez fueran nuestras carcajadas cuando uno de nosotros se resbaló y casi se rompe la cabeza al caer desde unos cuatro metros o quizás la pelea improvisada de moras que empezó justo después con todo el griterío que ese tipo actos lleva aparejado. El hecho es que evidentemente el portero del colegio apareció mientras nosotros seguíamos subidos en las moreras y claro, ya no tuvimos escapatoria. Ni que decir tiene que intentamos todas las tretas habidas y por haber: mentir sobre nuestros nombres, asegurar que los hojas eran para una anciana que vendía gusanos en el barrio como único medio de subsistencia y alguna más que prefiero omitir por el ya citado respeto a ciertos arcanos de mi vergüenza infantil. Por supuesto, el Andrés, que así se llamaba el portero, no creyó ninguna de nuestras mentiras, puesto que ya nos conocía de nuestras fechorías en el colegio. Así que anotó nuestros nombres, los auténticos, y prometió dar la relación de los mismos a nuestros profesores para que ellos contactaran con nuestros padres. La zapatilla de Damocles empuñada por mi madre volvía a pender sobre mi cabeza.
Y entonces llegó él. Cuando nos íbamos cabizbajos, apaleados y tristes, con nuestras bolsas de hojas como pobre botín después de una batalla perdida, nos encontramos con mi atracador favorito, con el mismo que quiso robarme veinte duros a golpe de navaja, el mismo que ahora con un compañero moreno y algo más alto, blandiendo el mismo arma blanca de nuestro último encuentro nos exigía las hojas de las moreras para sus gusanos. Por supuesto, mis compañeros enseñaron los dientes y se dispusieron para el combate porque después de lo que les había costado conseguir nuestro tesoro no estaban dispuestos a renunciar a él por el primer ladronzuelo con malas pulgas que se cruzara en su camino. Sin embargo, en aquella ocasión yo ya había recuperado mi habitual destreza y enseguida vi el filón para salir del embrollo en el que estábamos metidos matando dos pájaros de un tiro. Sin dudarlo le di todas las hojas moras ante la estupefacción de mis acompañantes que casi no tuvieron tiempo de protestar porque los dos atracadores ya corrían en la lejanía con gritos de júbilo. Antes de que los míos me apalearan corrí de nuevo hacia el colegio llamando al portero. “André, André, no te lo va a creé. Do niño nos acaban de robá la hoja morah con una navaja. Casi nos matan y tó André” “¿qué os han zacao una navaja? Cago en dio ¿quién ha zío?”
Din don din, mi plan salió a la perfección. Al final Andrés borró nuestros nombres de la lista negra y apuntó el de los dos malévolos atracadores con navajas. Perdimos las hojas de las moreras, es cierto, pero evitamos los zapatillazos de nuestras madres. Además, una hora más tarde ya habíamos vuelto al colegio y habíamos llenado otras dos bolsas de hojas. Mis acompañantes cambiaron su rabia inicial por agradecimiento y yo aprendí otra valiosa lección de mi barrio. Si sacas a alguien de un marrón, puedes estar seguro de que él te devolverá el favor antes o después y eso en la tierra satánica y violenta de mi infancia era algo extraordinariamente valioso.

Una aportación inesperada de fondos para mi reserva siempre escasa llegó el día de mi primera comunión. No sé cuántos años tenía, pero eran los suficientes como para aprender que vestido de marinerito la gente te daba veinte duros o doscientas pesetas a cambio de una estampita en la que dijese “recuerdo de mi primera comunión”. Así que ni corto ni perezoso, mientras mi familia y mis amigos celebraban la consabida fiesta en mi honor, yo me pasé toda la tarde recorriendo el pueblo y dándole estampitas a cualquier incrédulo o incrédula que se cruzase en mi camino. Al día siguiente yo había obtenido casi cinco mil pesetas con mis arduas transacciones y durante las dos semanas siguientes mi madre no acabó de comprender por qué medio pueblo le decía lo guapo que estuvo su hijo en su primera comunión. Con el tiempo supo la verdad. Por suerte le cayó en gracia la cosa y no me llevé ningún palo. Las cosas son así: a veces se gana y otras se pierde. Yo, con pocos años y con menos recursos, tenía más claro cada día que mi astucia era lo único que tenía para sobrevivir en las ciénagas virulentas de mi barrio.

4 comentarios:

  1. Al leer estos tres últimos capítulos aprecio la riqueza con la describes las situaciones, las caractísticas de los personajes y la ventana de tus ojos desde la que nos asomas a esos recuerdos de tu infancia. Como mujer que soy, me cuesta , me sorprende e incluso en ocasiones me asusta las anecdotas que aquí nos cuentan, ¿ Es todo cierto?, ¿suele ocurrirles lo mismo a otros chicos?... Si todo esto es verdad, vuestra infancia es como si estuviéseis vivendo en una escula militar de la vida, en la que os graduais y os dan la "misión" que vais a desarrollar en vuestras vidas. ¿Genética, sociedad,...? quién o qué determina esta "preparación". En fin para que nos vamos a plantear este tipo de planteamientos la vida ha sido y siempre será igual. Buenas noches. ¡Por cierto! ¿y de los siguientes capítulos qué?

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  2. Algunas lecciones se aprenden con dureza, otras con ternura, lo curioso es que en ocasiones parece como si simplemente recordases algo que ya sabías, ¿quièn sabe? tal vez en otra vida... Casi todo lo que cuento es cierto y lo sufrí o lo disfruté en mis propias carnes. Aunque algunas cosas solo las presencié, si bien es cierto que muy de cerca te lo aseguro. En fin, pronto publicaré los siguientes capítulos, espero que antes de que finalice julio o como mucho en la primera semana de agosto. ESpero verte y escucharte de nuevo entonces. Buenas noches desconocida.

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  3. Buenas noches, D.Javier, "pa mi,.. javi" me ha encantado, no sé por qué me siento identificado.
    Espero ansioso mas capitulos y aparecer ponto en ellos,.. jejejejeje.
    Sabes que te aprecio muchiimo y te admiro. Eres un fenómeno escribiendo.
    Un abrazo de corazón, espero que estés bien y hasta pronto,.... AMIGO.

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  4. ¿Qué tal amigo? Me alegra verte por aquí y sobre todo que te guste este pedacito de nuestras vidas que me permito compartir con todo el mundo. Ya sabes de qué hablo, tú también lo has vivido... lo dicho compañero, me alegro de verdad tenerte cerca y espero que nos veamos pronto. Un abrazo muy fuerte.

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