SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































domingo, 31 de octubre de 2010

CAPÍTULO XIII

Las bicicletas. Adoraba las bicicletas y todo lo relacionado con ellas. Aprendí a montar como todos en mi barrio desde tiempos ancestrales: con dos ruedecitas pequeñas ensambladas en los laterales, pero con una bici grande porque ya sabéis, caballo grande ande o no ande.
Casi no llegaba a los pedales y parecía un sapillo contrahecho sobre aquel cuadro HB casi tan inmenso como mi sonrisa de crío inocente en su primera Noche de Reyes porque tenía siete añitos y una bici enterita para mí, de modo que enfilé la plazoleta, esquivé uno, dos y tres portales, atravesé la carretera tras comerme dos bordillos y hubiese seguido pedaleando hasta el infinito si aquel dichoso pino no se hubiera empeñado en impedir con la mole de su tronco uno de los momentos más felices de mi infancia. No obviaré el hecho de que estamparme con un árbol porque no sabía que tenía que usar los frenos no era el final planeado para mi primera vez en bici, pero ni eso ni los arañazos ni el chichón de mi cabeza lograron desanimarme en mi empeño casi fanático de aprender a montar.
Pocos días después las ruedecitas desaparecieron paulatinamente. Primero la izquierda y más tarde la derecha, hasta que fui consciente de que ya sabía manejar sin ayuda la bicicleta, más o menos. Y claro, un descubrimiento semejante debía ser celebrado por todo lo alto. Así que sin pensarlo demasiado me fui detrás de algunos vecinos mayores que yo que iban a trastear por el pueblo con sus bicis desgastadas, oxidadas y algo desvencijadas, pero mucho más grandes que la mía…tres minutos y dos aparatosas caídas más tarde me percaté de que aún no estaba preparado para seguir las salvajadas de mis compañeros de doce y trece años, de modo que con una llantina que hubiese enternecido hasta al más desalmado me di media vuelta mientras veía alejarse con envidia a los golfillos de mi barrio y puse rumbo hacia mi casa con la cara llena de churretes y moqueando como si la vida me fuese en ello. Por si fuera poco, cuando llegaba a mi bloque el bichito verde, el azote de mi placidez, empezó reírse de mí con carcajadas grotescas que ya quisieran los asesinos de las pelis de terror “ah, gilipolla, ze ta pinchao la rueda d´atrá. zerá capullo. Quillo, to er mundo, mirá, mirá ar canijo eze, ze la pinchao la rueda…” Y entonces sí que sí, vi la sombra plomiza de la desgracia cernirse sobre mí. Miré hacia la rueda de atrás con la preocupación de un padre que teme por la vida de su retoño y ¡oh, vida cruel y mísera, páramo de dolor e incomprensión! Mi hermosa rueda trasera, el orgullo de mis breves pedaleadas infantiles, yacía ahora postrada como un escarabajo pisoteado en el frío, inclemente y desapacible suelo. ¿Dónde quedaba ahora la gloria de mis primeras vueltas en bicicleta, qué fueron de mis caídas y de mis risas sobre aquel corcel de hierro y gomas perfectamente hinchadas, qué fue de la presunción con la que yo había hecho gala de mi magnífico regalo ante amigos y enemigos? Todo ello había quedado reducido a esa especie de bolsa de basura desinflada que daba vueltas y vueltas como un pollo de Simago esperando la extremaunción.
Estoicamente aguanté las burlas de todos los demonios que junto al satánico bichito tuvieron a bien mofarse de mí mientras me diluía como una mota de polvo en el huracán de mi portal, presa de una de las mayores humillaciones que nadie jamás pueda sentir en la vida. Y sólo entonces, cuando estuve lejos de las miradas y las orejas burlonas, cuando supe que nadie sería testigo de mi sufrimiento y de mi angustia, di rienda suelta a mi dolor inenarrable haciendo lo único que un tipo duro y cabal de siete años como yo podía hacer en una circunstancia tan dramática como aquella. Empecé a llorar como una señora magdalena mientras berreaba a pleno pulmón “mamá, mamá sa ma pinchao la bici…uahhhhhhh, mamá, que sa ma pinchao la bici nueva… uahhhhhhhh”.
Y mi madre, pozo de sabiduría inagotable, montaña firme de comprensión y seguridad, me miró con serenidad desde la atalaya de sus ojos claros haciéndose cargo de un simple vistazo de la magnitud de la situación. “Viene lleno d´arañazo, con sangre seca en la mano, loh pantalone nuevoh roto d´haberte caío y con la bicicleta nueva que da pena vehla y pinchá. ¿A ti te parece normá? Tú contéhtame, ¿a ti te parece normá? ” Yo lo pensé durante unos segundos, lo reconozco, justo los tres segundos que tardé en ser consciente de que aquella pregunta era retórica y no hubiese habido respuesta posible capaz de aplacar la sed de venganza de la zapatilla de mi madre, así que hice lo único que un tipo cabal y coherente de siete años como yo hubiese podido hacer en una situación como aquella. Salí corriendo como Carl Lewis en sus mejores momentos gritando “ha sío curpa der bichito, ha sío er bichito, uahhhhhh” y aunque juro por dios que corrí tanto como mis pobres piernas de gacela me permitieron dejando abandonada la bici a su suerte entre mi madre y yo, la zapatilla más rápida del oeste logró acertarme de pleno en la espalda hasta tres veces antes de que alcanzara la seguridad de la puerta de la calle.
Evidentemente, horas después tuve que volver a por el resto de la ración de zapatillazos, aunque claro, ya no recordaba por qué me tocaba aquel plato tan desagradable. Es curioso, ya ni siquiera recuerdo el color de mi primera bicicleta, pero conservo con nitidez la sensación amarga que me invadió cuando sentí que algo iba mal. Supongo que todos en alguna ocasión sentimos que aquello que nos preocupa en determinado momento es el centro del universo. Al menos para mí, con siete añitos, cada nueva aventura era sin duda alguna la más trascendental que cualquiera pudiera vivir.

CAPÍTULO XIV

Odiaba el chocolate con leche y almendras, los bollicaos, los donus de chocolate, las matutanos al jamón, los helados de vainilla y las chuches. Los odiaba los lunes por la mañana cuando en el recreo me comía mi bocadillo de mortadela con aceitunas y los martes por la tarde cuando merendaba un bocadillo de mortadela con aceitunas y los miércoles por la mañana cuando desayunaba un bocadillo de manteca porque la mortadela con aceitunas por fin se había acabado. Pero definitivamente, cuando más los odiaba era los jueves al mediodía cuando tocaba lentejas comida de viejas o los viernes por la noche cuando el delicioso aroma de las coliflores hervidas aderezaban de azahar y lavanda de barrio hasta el último cuarto de mi casa en el que inútilmente intentaba resguardarme.
Los odiaba de corazón y de tripas despechadas, pues no entendía el porqué de su abandono en aquellos trances tan duros por los que la vida me obligaba a transitar. Los odiaba entre bocata y bocata de mortadela con aceitunas, entre bocata y bocata de chóped pork el pozo, entre pucheros de miércoles y guisos de patatas de domingo, pero no me quejaba porque ya había aprendido que no servía de nada.
Simplemente me las ingeniaba para intentar ingerir el mayor número de dulces y de chuches que mi siempre mermado presupuesto de niño humilde de barrio pobre y obrero me permitía, no porque fuese un enganchado con mono de azúcar y chocolate transgénico de la bollería industrial, sino porque mi natural bondadoso y amable se revelaba contra el odio visceral que crecía en mi interior cuando ingería unos productos y no otros. Por eso me empeñaba en quitarles los bollicaos a los niños de mi colegio mientras me comía mi bocata de mortadela (que lo cortés no quita a lo valiente), por evitar el odio que tanto mal hace en el mundo, era mejor el llanto del primo al que le birlaba un donu que la rabia que me invadía mientras veía cómo se lo comía detrás de mi bocata de manteca. Sí, no era muy justo, lo reconozco, pero la justicia en mi barrio era una proscrita que trabajaba al servicio de los matones de turno, de los puños con más mala leche y de los niños bien que podían permitirse dos o tres dulces todos los días de la semana, incluso los días 28, 29 , 30 y 31 de cada mes, que por alguna extraña razón que no lograba comprender demasiado bien eran los días en los que no sólo resultaba inoportuno pedirle a tu madre dinero (como ocurría el resto del mes) sino que además era peligroso, muy pero que muy peligroso, como darte un baño en una bañera llena de pirañas del Amazonas; a lo mejor sales ileso, pero muy segura, lo que se dice muy segura, no parece la cosa.
Pero eso sí, el colmo del odio culinario de mi infancia cobraba forma humana muchos lunes por la mañana, cuando el zupo (y no me preguntéis el porqué del mote) llevaba para el recreo una coca cola, un bollicao y un paquete de matutanos al jamón. Sí, sí, en serio, la panacea para cualquier sufrimiento de la infancia, un manjar digno de dioses. Encima el zupo era demasiado grande y fuerte como para osar siquiera pensar en quitarle parte de su desayuno, así que sólo podías observar con recelo desde la mediocridad de tu bocata de chóped cómo aquel gigante de la infancia devoraba sin reparos aquella ambrosía por la que hubieses vendido sin regateos algún riñón o la mano izquierda, que al fin y al cabo era la que menos usabas. La vida, en ocasiones, resultaba muy dura, pero había que afrontar los reveses del destino con hombría y con firmeza, así que siempre que podías te acercabas a algún pringadillo del patio, a uno más pringado que yo, por supuesto, y le decías “Manué, ta enterao que la Manoli te quiere” “En zerio, quillo. No lo zabía. ¿quién te la dicho?” “po quien va a se, su amiga la María la churreta, mírala, ehtá allí detrá” El pobre Manuel se giraba entonces para ver a su Dulcinea y yo aprovechaba para quitarle el donu de chocolate que sólo tenía una mordedura parcial de incisivos en el extremo derecho. Una minucia, vamos, una insignificancia. Cuando el Manuel se daba cuenta del engaño y del hurto, algo que ocurría de modo simultáneo, yo ya me había alejado varios metros engullendo como un lobo hambriento mientras enseñaba los colmillos. Después venía el llanto de turno, el se lo voy a decir al maestro y a mi madre y la respuesta que cualquiera hubiese dado en mi lugar “como diga argo te mato, te lo juro, te mato”. Por supuesto, al final, la noticia se sabía por cauces soterrados y enigmáticos que no vale la pena investigar, de modo que el chocolate y los dulces hurtados se me atragantaban en la garganta ante la visión espectral y sombría de mi madre con cara de amiguito, ahora sí que la has hecho buena. Y cuando mi madre ponía esa cara, sólo valía pedir confesión y aceptar tu destino, porque entonces no era mi madre, era una mujer pegada a una zapatilla y si los herejes del Medievo que se negaban a confesar ante las torturas inquisitoriales hubiesen pasado unos minutos a solas con la zapatilla de mi madre, otro gallo hubiera cantado.Aprendí a controlar mi mono a base de zapatillazos, pero reconozco que cuando alguien me dice lo mucho que le cuesta dejar el tabaco, que está enganchado a la coca cola o que le encanta la comida y no logra controlarse, no puedo evitar pensar en los dulces y las chuches de mi infancia. Supongo que todos tendemos instintivamente al placer, aunque sea efímero y aunque a largo plazo no conlleve nada bueno. Yo, con pocos años y menos luces, en un barrio donde la moral consistía en quitar los tapones de las ruedas de los coches para ponérselos a tu bicicleta, no dejé de amar los dulces ajenos por propia voluntad, sino porque el castigo era demasiado duro para afrontarlo día tras día.

CAPÍTULO XV

El peor día de mi infancia no acabó con una paliza de algún demonio de mi barrio ni bajo la cascada incombustible de los zapatillazos de mi madre, no acabó con la sangre de alguna caída ni con el mordisco (que también los hubo) de algún perro rabioso. Si hubiese sido así, al final lo habría recordado con cierta nostalgia e incluso con un poco de cariño.
Sin embargo, el peor día de mi infancia fue también el último día de mi infancia. Después de aquello reconozco que nada volvió a ser igual. Perdí las últimas gotas de inocencia que aún hubiesen podido quedarme y comprendí que en la vida, en esta vida, nacer en un lugar o en otro, en una familia o en otra puede marcar tu sino casi para siempre.
Pero aquel doce de octubre a las cinco y media de la tarde yo no lo sabía, porque aquel doce de octubre, con once añitos, mil y una pecas en la cara, pantalón vaquero tan desgastado que había sido necesario coserle unos parches en las rodillas, chaleco completito de cuadros para que durase más años y unos pelos tan largos que ya hubiese querido para sí la Presley, yo me dirigía a la peluquería Pepe como siempre, a regañadientes, porque tenía cosas mejores que hacer que estar una hora en la peluquería para hacer algo tan fútil e innecesario como pelarme. Por eso me senté como siempre en una silla del fondo después de saludar al dueño y de sentarme leyendo un viejo cómic que ya había leído cientos de veces; era lo único que me interesaba entre aquel montón informe de periódicos y revistas que se habían empeñado en resistir impunes al paso del tiempo acumulando polvo y miradas extrañas. Bueno, reconozco que había varias revistas de mujeres con poca ropa que también me llamaban la atención, pero me daba vergüenza hojearlas, no como a otros muchos clientes que no tenían ningún reparo en mirarlas e incluso en comentarlas, aunque ellos ya eran hombres de treinta, cuarenta o de más.
Tal vez la alarma debió saltar después de la primera hora, cuando todos los que estaban delante de mí ya habían terminado y el dueño empezó a pelar a clientes que habían llegado mucho después. No obstante, no le di importancia, seguí leyendo el viejo cómic de Astérix y esperando tranquilamente a que fuese mi turno.
Tras la segunda hora de espera supe que algo iba mal. Noté algunas miradas extrañas y algún que otro cuchicheo entre el peluquero y los clientes. Sin saber bien por qué empecé a sentirme incómodo y violento, tenía ganas de acabar de una vez y marcharme a casa a jugar a los trompos o a las canicas.
La tercera hora fue la más larga y terrible de todas, no entendía qué estaba pasando, por qué no me pelaba de una vez si era evidente que mi turno ya había llegado desde hacía muchísimo tiempo y por qué cada minuto me sentía más violento en un recinto rodeado de hombres que me observan en silencio y parecían cuchichear entre sí consignas indescifrables. Hubiese querido quejarme, decirle a Pepe que ya llevaba allí varias horas y que era injusto que pelase a otros que habían llegado después; también hubiese querido irme, salir corriendo sin decir nada y dejar atrás aquella situación tan desagradable, pero me daba vergüenza, no sabía qué decirle a un adulto al que había visto hablar con mis padres y que por tanto era digno de todo mi respeto y mi miedo, porque para mí los adultos eran seres sagrados y omnipotentes. De modo que seguí allí en silencio, con un extraño calor que se iba apoderando de mi cuerpo mientras fingía que leía un cómic que ya había terminado varias veces.
Y fue entonces cuando lo entendí todo de un modo casual pero funesto e implacable. Pepe llamó a un cliente porque era su turno, justo al cliente que había estado sentado junto a mí durante la última media hora. Él, sin embargo, dijo que me tocaba a mí, que ya estaba allí mucho antes de que él llegase. “No te preocupe Paco, hombre, ven tú que ahora te toca a ti” Y cuando Paco se acercó mi peluquero le explicó bajito pero no tanto como para impedir que yo lo oyera “eh que no trae dinero, zu madre vendrá mañana o la semana que viene o vete tú a zabé… y ehto no eh una caza de caridá, coño”. El tal Paco asintió en silencio, me miró de soslayo con algo parecido a la lástima, mientras yo seguía fingiendo una lectura imposible ya a esas alturas.
Me sentí tremendamente sucio, como un leproso con harapos desfilando por la alfombra roja la noche de los Óscar, quería correr y marcharme, pero estaba paralizado, inmovilizado, ahora sentía que todos me miraban y se reían, pero estos no eran los demonios de mi barrio, eran adultos y me trataban mal porque no tenía dinero, simplemente porque no tenía dinero. Finalmente, tras veinte largos y angustiosos minutos Pepe se dirigió a mí “Niño, hoy ya no voy a tené tiempo de pelarte. Vente ya otro día zi acazo, ¿vale? ” No estoy seguro, pero creo que mirando al suelo por si la tierra amablemente decidía abrirse y engullirme le dije algo parecido a “vale” mientras salía sin levantar la vista del suelo ni atreverme a mirar a ninguno de los pocos clientes que aún quedaban en la peluquería.
Cuando salí empecé a correr. No dejé de correr hasta llegar a la entrada de mi portal. Después me detuve durante unos segundos o tal vez durante algunos minutos sin pensar en nada. Subí a mi casa y cuando mi madre me vio sin pelar empezó a gritarme “Si no t´as pelao, ¿dónde lleva toda la tarde chiquillo?” Acto seguido levantó la zapatilla, pero yo no corrí, no inventé ninguna excusa, simplemente permanecí allí, en silencio, aguardando un primer golpe que no llegó nunca. “Vamo a ve, qué t´a pasao Javi que me ehtá asustando” “Na mamá, eh que había mucha gente y no ha podío pelarme” Lo dije seguido, sin levantar la vista del suelo y después me fui a mi habitación en silencio.
Nunca más se volvió a hablar de aquello, yo no quise ir a la peluquería al día siguiente ni al otro, sin querer dar ninguna explicación para ello. Desconozco cómo se solucionó todo, pero sé que nunca más he vuelto a entrar en aquel sitio. Tal vez fuese mejor así, tal vez fue justo que no me pelase aquel día, al fin y al cabo aquel hombre sólo defendía su negocio. De cualquier modo, después nada fue igual. Hubo otras muchas veces en las que sentí que alguien me miraba de una forma extraña por ser de la barriada o por no llevar un pantalón de marca o por no tener unas zapatillas que estuviesen a la moda. Nunca le reproché nada a nadie, nunca los miré con desprecio o con rabia. Aprendí a vivir con ello. Como aprendí a defenderme de los matones de mi barrio, unas veces con argucias y otras con los dientes.
Posiblemente me equivoque, como tantas y tantas veces, pero hoy creo que la verdadera pobreza no está en un bolsillo vacío sino en un alma incapaz de ver más allá del dinero de las personas.

martes, 14 de septiembre de 2010

CAPÍTULO XII

Mi madre me lo recordaba todas las tardes cuando salía a la calle “no juegue con candela que por
la noche te mea” y yo, que como ya os he dicho muchas veces me lo creía todo, estaba seguro de que era cierto. Además, el resto de madres les decía lo mismo a sus demonios y todas las madres no podían estar equivocadas.
Pero claro, una cosa era saber el riesgo vergonzoso que entrañaba jugar con el fuego y otra muy diferente dejar de hacerlo, porque eso de encender una candelita cerca de un pino donde previamente habíamos colgado un columpio y saltar por encima de la hoguera sin quemarnos era demasiado divertido y emocionante como para abandonarlo por algo que en todo caso ocurriría por la madrugada y sin ningún amigo cerca para mofarse de ti. De cualquier modo, nosotros adaptamos las advertencias maternas para hacerlas compatibles con nuestra diversión: la clave estaba en no mirar fijamente las llamas, porque eso y no saltar sobre ellas o meterle un tizón ardiendo en los pantalones al tonto de turno era lo realmente peligroso desde nuestro particular punto de vista.
Por si fuera poco, la posibilidad de que el nene o el Jose se cayeran en la candela era bastante alta. Y eso de verlos revolcándose por el suelo quitándose la ropa como unos desesperados mientras blasfemaban como cosacos echándose arena para no achicharrarse era un espectáculo que bien valía mojar la cama.
De todas formas cuando por la noche volvías a casa y tu madre olía el tufo insoportable de tu ropa a humo, por no hablar de tus manos y tu cara de minero recién salido de la mina, sabías que nada ni nadie te iba a librar de la súper zapatilla con suelas de goma que por artes enigmáticas y misteriosas te daba siempre en la parte del cuerpo donde no ponías las manos para amortiguar el golpe. Si te cubrías el cachete izquierdo, te golpeaba en el derecho. Si escondías el izquierdo evidentemente recababa sobre el derecho y si te tapabas los dos con ambas manos lograba plantarse en el muslo, pero eso sí, todo eso a una velocidad vertiginosa en la que te concentrabas tanto intentando evitar o amortiguar los golpes que al final acababas llorando de puro cansancio más que de dolor, porque después de casi diez eternos minutos anguileando con escorzos que ya hubiese querido plasmar Mirón en su discóbolo, te rendías a la evidencia de que una zapatilla en la mano diestra de mi madre era como un revólver en la muñeca de Lucky luck: un arma perfecta e invencible.
La mayoría de las noches, he de reconocerlo, no me hacía pis en la cama, pero cuando la desgracia acudía a mi lecho, me tocaba ración doble de zapatilla calentita aderezada con una salsa agridulce de “mira que te lo dije, no juegue con candela, no juegue con candela. Mañana voy a lleva la sabana ar colegio pa que to tus amigo se rían de ti”. Y yo ya me veía como el meón de la sábana amarilla, del que todos se mofaban y que tenía que mudarse de barrio cargando el cuerpo del delito como único equipaje. Pero se me pasaba pronto el mal rato, lo admito, yo ya sabía que mi madre solo era peligrosa con la zapatilla en la mano, pero lo de la dialéctica como método disuasorio no era la suyo. Al final volvía a dormirme y no podía evitar soñar con una candela inmensa que tenía que saltar a toda costa, pero me resultaba imposible a la primera, así que lo volvía a intentar una segunda y una tercera, y una cuarta… hasta que al final estaba agotado y con unas extrañas ganas de hacer pis que no lograba entender muy bien. En general me levantaba e iba al baño, pero en alguna que otra ocasión por culpa del sueño, o de lo calentito que se estaba en la cama o de total, una más o una menos tampoco será para tanto, la desgracia se cernía de nuevo sobre mí (o más bien bajo mí) y claro, entonces ya sí que lo de Hiroshima y Nagashaki parecía un petardo de todo a cien al lado de los gritos con los que mi madre clamaba al cielo y parecía una furia mitológica dispuesta a castigar mis muchos y terribles pecados.
Al día siguiente, cuando iba a salir a jugar mi madre me miraba sin decir ni una sola palabra, pero hay miradas que ya quisieran los matones de mi barrio. Yo, por supuesto, me llevaba mi trompo y me juraba a mí mismo que nunca más, bajo ningún concepto, aunque mi vida y la vida de la humanidad dependiesen de ello, volvería a jugar con una candela o con algo que se pareciera al fuego ni remotamente. Y siempre cumplía mi palabra. Hasta que el Jose mari me decía que el nene iba a saltar la candela “corre quillo, que eze ze quema vivo. Ya verá que lote de reí”. Y yo, que soy débil de espíritu y no le podía decir que no a un amigo, sacrificaba mi promesa en aras de la amistad y del espectáculo incomparable del nene intentando meterse como un gusano en la tierra mientras los pantalones se le quemaban.
Nunca supe si el fuego y mis desastres nocturnos tuvieron o no alguna relación, pero he de admitir que algunas noches de invierno, mientras las llamas crepitan en los leños casi consumidos de la chimenea y algunas pavesas coquetean inquietas en la hoguera, me sorprendo a mí mismo apartando temeroso la vista del fuego. ¿Quién sabe? ¿Y si todo no eran cuentos para asustar a los niños?

martes, 7 de septiembre de 2010

CAPÍTULO X

A algunos demonios de mi pueblo les pasaba lo que a Nietzsche en su momento, nacieron póstumos. En serio. Y si no, qué me decís del Cabaco. Sí, sí, el Cabaco. No me preguntéis por qué se llamaba así ni quién le puso el mote, a lo mejor hasta era un apellido, pero creedme muy poca gente se hubiese atrevido a preguntárselo.
Pues bien, el susodicho con ocho años tenía la voz más cascada que Joaquín Sabina después de un concierto y cuatro cubatas. Era algo extraordinario oír hablar a aquel matoncillo de poco más de un metro, delgaducho y con cara de quien tiene al universo entero por enemigo. Da igual lo que dijese, tú te quedabas con cara de póker preguntándote si aquella voz gutural que parecía emanar de las mismísimas profundidades de la tierra podía proceder realmente de aquella figura tan poco creíble como la mala leche con la que el tío repartía a cualquiera que no se defendiese bien.
En realidad, el cabaco no era de mi barrio sino del barrio de los indios. Y si ahora que habéis leído algo de mi barriada pensáis que era un sitio chungo, imaginaos cómo sería un lugar al que todo el mundo conoce como los indios. Pues eso, chungo, chungo, pero chungo. El entretenimiento favorito de los indios en verano consistía en dar palizas por las noches a los incautos veraneantes que se cruzaban en su camino. Y como ellos salían de “caza” casi todas las noches, pues era rara la ocasión en la que no se encontraban con nadie. Evidentemente, a medida que fueron creciendo las cosas se pusieron más y más feas, de modo que pronto la cárcel y las denuncias formaron parte habitual de su día a día.
Debo reconocer que nunca tuve ningún enfrentamiento serio con ningún indio, de hecho, muchos de ellos fueron compañeros de colegio y algunos casi amigos, pero en aquella época para mí el barrio de los indios era una especie de universo paralelo donde las fuerzas del mal se reunían para tramar todo tipo de fechorías y para condensar la maldad del mundo. Cada vez que por algún motivo tenía que pasar cerca de allí me preguntaba si en aquella ocasión, al fin, los tigres de bengala de aquel barrio carnicero se decidirían a acabar conmigo o si tendría suerte una vez más y conseguiría salir indemne de aquella terrible prueba del destino. Era tanto el miedo que tenía a pasar por allí, que a veces daba rodeos atravesando los pinares durante más de veinte minutos para evitar la zona cero de mis terrores. Sin duda era más seguro atravesar una zona solitaria donde cualquier psicópata con una sierra eléctrica me hubiese podido hacer pedacitos o raptarme para vender mis órganos en cualquier mercadillo, que cruzar el barrio de los indios, donde sólo dios sabe qué podrían haberme hecho si me hubiesen atrapado.
Cuando hoy vuelvo la vista atrás y me encuentro con algunos de aquellos que formaron parte de mi infancia, me alegro de que hubiesen estado allí entonces. A pesar de mis miedos, aprendí que hablaban entre ellos igual que en mi barrio, que comían, bebían, jugaban y se peleaban como nosotros. También sangraban cuando les dabas una pedrada en la cabeza y algunos hasta lloraban, os lo juro. Por desgracia, no siempre tuvieron una madre con una zapatilla en casa esperándolos para reñirles por haberse portado mal o por volver tarde y con un dedo roto; muchos de ellos jamás supieron lo que significaba que alguien se preocupara por ti, se desvelase preguntándose si estarías bien o si te habías lavado detrás de las orejas. Cuando hoy vuelvo la vista atrás, me pregunto si tal vez no serían tan malos porque querían llamar desesperadamente la atención y no conocían ningún otro modo de hacerlo.
Hoy la noche es desapacible, un viento húmedo merodea sobre la ciudad amenazando lluvia mientras los espejos rotos de un cielo plomizo y pesado parecen querer volcarse sobre los pocos transeúntes que desgranan la madrugada de las calles somnolientas. Hoy me siento triste. Solo dios sabe cuántos “indios” habrá por esos mundos buscando una identidad en las ciénagas de la violencia…

CAPÍTULO XI

En las pelis románticas, me gustaba ver cómo ciertos momentos inolvidables marcaban la existencia del protagonista. Un atardecer imposible con fuegos artificiales de besos y ternura aparecía como el clímax ideal para una vida perfecta en la que el chico y la chica encontraban la felicidad en la sonrisa del otro. Sin embargo, cuando la peli se acababa y salía a la calle no encontraba más que hostias y más hostias por doquier, supongo que la parte de los besos se agotaba en las muchas reposiciones de las películas antiguas que mi madre y mis hermanas me obligaban a ver. Aunque reconozco que lo de los besos me parecía muy interesante. Pero lo que es en mi barrio, con suerte, acababas besando el puño del matón de turno con el que te habías topado ese día.
Eso sí, a veces las niñas te dejaban jugar al ratón y al gato y entonces sí que sí, te ponías las botas. Primero tenías que hacer el dichoso corro cogiendo las manos de una niña y del demonio que unos minutos antes había destripado una lagartija para comprobar si la cucaracha que se había zampado seguía entera o ya había sido digerida. Después tenías que cantar la cancioncita más cursi que uno pueda imaginarse “…Oh, ya está aquí, haciendo reverencias, con cara de vergüenza. Tú besarás al chico o a la chica que te guste más” y después, por fin, podías acercarte a la niña más guapa del lugar y darle un beso en la cara, aunque tú te acercabas a los labios tanto como podías por si acaso. El problema era que el demonio con arañazos en la cara y las uñas negras que estaba a tu lado te amenazaba con desollarte vivo si besabas a la chica que le gustaba y le gustaban todas, así que al final tú besabas a la que querías sabiendo que después nadie tocaría una musiquita romántica de fondo como en la tele, sino que alguien comprobaría si tus dientes y tu nariz resistían en su lugar después de varias piñas.
Lo del ratón y el gato, sin embargo, ocurría en muy pocas ocasiones. Lo habitual, como os he dicho, era reírse a costa del corrito y de la burra del Chanín. Y claro, comparado con el derroche de romanticismo que destilaban las pelis de besos, lo de mi barrio no tenía color. Hubiese sido incluso muy triste si hubiese tenido tiempo para pensar en ello, pero había que espabilar para sobrevivir cada nuevo día, sin contar con que el curioso mundo de las féminas me parecía muy lejano y algo aburrido, ¿qué gracia tenía jugar a los cromos, vestir a unas muñecas con ropa recortable o tomar un café imaginario en una mini tacita de plástico de una cocinita de pega? Si al menos les hubiesen gustado coleccionar grillos, cazar pájaros o hacer carreras de bicis la cosa habría sido distinta, pero no, no iba a caer esa breva. Ellas seguían erre que erre, a lo suyo en una especie de limbo de incomprensión que yo no acertaba a descifrar, hasta que un día, sin previo aviso, te llamaban para jugar a los besos y tú lo dejabas todo sin pensarlo, aunque tuvieses un escarabajo pelotero en una mano y un petardo en la otra, aunque supieras que después tocaba reparto de hostias con el resto de demonios del lugar. Sencillamente te guardabas lo que tuvieses entre manos en los bolsillos y te encaminabas hacia el paraíso femenino donde las niñas casi nunca olían a sudor ni tenían la cara llena de churretes ni te daban un guantazo porque estaban aburridas.
Es cierto que después nunca sonaba la banda sonora de tu vida de fondo, pero con el tiempo he aprendido que no hacía falta. No hubiese habido canción o sinfonía capaz de sustituir a aquel inolvidable “tú besarás al chico o a la chica que te guste más”.

jueves, 29 de julio de 2010

CAPÍTULO VII

Debo reconocerlo. Nunca he entendido ese afán de la gente por madrugar y por la puntualidad. Yo me sublevaba cada mañana en la que el despertador con un ring infernal se empeñaba en perforar mis pobres e inocentes tímpanos para acudir a clase temprano. “Cinco minutito má, por favó. Solo cinco minutito má”. Total, tanta prisa por levantarme para ir a sentarme en un pupitre frío y desagradable donde solía pasar dormitando los primeros cuarenta minutos tampoco parecía muy importante. Quizás por eso siempre tenía una buena excusa para no ir a clase a primera hora “porque el maestro se ha puesto malo y nos ha dicho que no vayamos hasta segunda hora. Te lo juro mamá, mira que eres desconfiá, si quiere llama al colegio y te queda tranquila”. Por supuesto mi madre nunca llamaba y yo siempre tenía una o dos buenas excusas preparadas para evitar madrugar más de lo estrictamente necesario. Una cosa era levantarse para ver a Xuxa y otra muy distinta hacerlo para ir al colegio. Además, yo era de notables y sobresalientes, así que tampoco era necesario vigilarme de cerca.
Cuando no tenía más remedio que ir a primera hora siempre llegaba tarde. Y eso sí, entonces tocaba la monserga del maestro, la cual siempre concluía con un lapidario “y recuerda, a quien madruga dios le ayuda”. Como si a mi legión de legañas mal lavadas y a mis ojeras de grutas como la de Polifemo les interesara algo la opinión de ese señor bajito vestido con vaqueros demasiado apretados y una camisa de flores sesentera que hablaba con la suficiencia del que todo lo sabe. Pues si dios me hubiera echado un cable esta mañana, pensaba yo descorazonado, ahora estaría calentito en mi camita soñando en el paraíso del Xuxa world y mi madre no me hubiera obligado a venir para escuchar lecciones del hippie con gafas demasiado grandes que nos daba lengua ese año. Es que algunos días tenía mala suerte, de verdad.
Vale, vale, ya sé que todo el mundo se levanta temprano para trabajar o para estudiar, pero los errores hay que denunciarlos y en la medida de lo posible corregirlos, como en su día se corrigió el Antiguo Régimen o como esperamos que se corrija el capitalismo salvaje de nuestros días. Al menos yo, con diez, once y doce años creía rotundamente que la humanidad en algún momento cometió un error garrafal permitiendo que los adjetivos puntual y madrugador estuviesen ligados al concepto de personas serias, responsables, buenas y trabajadoras. Si no me creen, que le pregunten a cualquier niño de nueve añitos si le gusta ser martirizado de lunes a viernes con el rejoneo de venga arriba dormilón que ya son las ¡¡¡¡ siete y cuarto!!!!, seguido del puyazo de lávate la cara y los dientes y tómate la leche con cola cao (pero si todavía no sabe ni qué día es, por dios), acto seguido las banderillas de los doscientos kilos largos de los libros con los que debe recorrer un particular viacrucis hasta su Gólgota escolar, donde le espera el golpe de gracia de seis horas seguidas acuchillado por la semántica, las fracciones, el curso de los ríos o el círculo cromático.
Por si fuera poco, no contentas con eso, las madres te llaman cuando apenas llevas diez minutos de siesta. Vamos, vamos, dormilón que te pasas el día durmiendo y luego llegas tarde a las clases de la tarde… porque sí, ¡¡en mi época dábamos clases también por las tardes!!. No es que tuviera nada contra el colegio, pero al gracioso que lo puso por la mañana temprano no me hubiera importado presentarle a un par de matones de mi barrio, para que solucionasen sus diferencias, no sé si me explico.
Tal vez me equivocara, pero entonces pensaba que si los mayores no pasasen tanto tiempo pendientes del reloj probablemente serían muchísimo más felices y de paso yo viviría más tranquilo.

CAPÍTULO VIII

Si el colegio es un castigo insufrible para la mayoría de los niños y niñas, imaginaos lo que habría sido la escuela que estaba junto a mi barriada. En serio. Pocas veces en la historia de la humanidad se han concentrado tantos aspirantes a delincuentes en tan pocos metros cuadrados.
Por si fuera poco, si te descuidabas durante el recreo, algún espabilao te quitaba el bocata con el viejo truco de “quillo, dame un caíto, no. Enga, quillo, un caíto chiquetito”. Solo reaccionando como una centella y engullendo como un cerdo al que le fuese la vida en ello lograbas evitar la dentellada desesperada del susodicho espabilao que se llevaba consigo medio bocadillo largo y te dejaba babeado (perdón a los escrupulosos) el resto. En general, de todas formas, los únicos que tenían que temer las fauces hambrientas de mis congéneres eran los pobres chicos bien del centro del pueblo que por extrañas carambolas del destino acababan como ovejas en el matadero lobuno de mi colegio. No es que estuviésemos hambrientos ni nada parecido, era más bien por putear un poco al otro, un deporte de mucho éxito en mi entorno escolar.
Eso sí, para mala leche de verdad, la que se gastaba Don “Klaus”. Se contaba que en una ocasión le rompió una pierna a un alumno mientras decía sin titubear la tabla del nueve arrancándole de paso la oreja a otro por estornudar. ¡Qué tío! Yo, que como ya he comentado lo creía todo a pie juntillas, daba gracias a dios cada año cuando me enteraba de que él, el ogro alemán, no me daría clases. Una vez, sin embargo, tuve que entrar en la mazmorra de su aula durante una hora completa y tanto mi miedo contenido como la orina de un desconocido chico de unos once años, al que le presentó demasiado rápido a su colega un guantazo con la derecha y a su otro amigo dos patadas con la izquierda por no saber una división, fueron testigos de que el muy hijo de Alemania se tenía ganada a pulso hasta la última coma de su fama. La mayoría de los maestros, sin embargo, casi nunca recurrían a la violencia y como mucho los veías mirando al cielo con los puños levantados preguntándose qué habrían hecho mal en otra vida para merecerse el castigo divino del rebaño de lobos con caras de niños al que inútilmente trataban de educar.
A pesar de todo, he de reconocer que me encantaba el colegio. Era un pillo, me saltaba la valla para cazar lagartijas durante el recreo y en más de una ocasión me vi envuelto en asuntos a los que simplemente llamaremos turbios y sobre los que correremos un tupido y conveniente velo, pero en el fondo adoraba la sensación de saber siempre o casi siempre la respuesta a la mayoría de las preguntas, ser el más rápido leyendo o sacar una de las notas más altas en los exámenes. Es cierto, era un empollón, pero de los raros, porque no encajaba en el perfil de los empollones de entonces, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto. Sobre todo me gustaba la literatura. Jamás olvidaré lo que sentí cuando una maestra leyó aquello de “no es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor”. No pude evitarlo, me fui a la biblioteca y leí Don Juan Tenorio de un tirón, fascinado por aquel caradura sinvergüenza que por la noche amaba a cualquier dama que se pusiese a tiro y por el día mataba en un duelo al rival más peligroso sin pestañear siquiera. Poco después, por alguna extraña razón llegó hasta mis manos El Diario de Ana Frank, fascinante y trágica historia de una proscrita, de una perseguida. Por si fuera poco, por aquella época leí Rebeldes y entonces lo supe con una certeza casi premonitoria: algún día, algún día escribiría un libro sobre todo aquello, sobre mi barrio, sobre el bichito, sobre las hojas moras y sobre el hijo de Alemania que repartía más hostias que el cura del pueblo.
Estaba seguro. Observando el otoño agonizando en las últimas hojas de los árboles desnudos del patio del colegio, tras los cristales empañados de mi vieja clase de séptimo de EGB, donde dos de mis compañeros se daban una buena tunda de palos mientras el maestro intentaba separarlos en vano, sabía -sin ningún género de dudas- que algún día, cuando llegase el momento, yo también escribiría mi historia.

CAPÍTULO IX

En realidad no lo robé. Bueno, si acaso un poquito. Pero pretendía devolverlo, en serio. Bueno, sólo un poquito. Pero las cosas se complicaron y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde.
De hecho, todo comenzó una tarde como cualquier otra mientras nos preguntábamos si el grito de mi vecina del segundo llamando a su niño “zo hijo la gran puuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuutaaaa. Zube pa rriba que te voy a mole a palo. Cacho cabroooooooooooooón” era un falsete en la escala de fa o una muestra espeluznante y prodigiosa de primitivos rituales ya olvidados de nuestros antepasados presentes en el imaginario colectivo. Como los gritos de la loca eran usuales, pronto dejaron de llamar nuestra atención que regresó al gato negro con una extraña mancha blanca en la cabeza que de un modo inverosímil había saltado de un pino a otro y de allí al tejado de una cuadra, donde encontró un agujero que le condujo a la seguridad de su interior cerrado con candados que se nos antojaron infranqueables. “habéi visto quillo, increíble. Ha zartao d´un pino ar otro por lo jaire, quillo, qué flipe” “a mí ma fartao na pa darle una pedrá en lo jaire. Za ma escapao por lo pelo, qué flipe” “pa flipe, flipe, er vídeo q´an echao hoy en la tele. Un pavo con una carrito der zupermercao bajando a to carajo zacao una cuesta abajo increíble. Flipante, pero flipante, quillo”… Tras unos segundos de un reflexivo e inexplicable silencio, la ocurrencia del sevi encendió una lucecita en nuestro interior, porque aquello de tirarse por una cuesta abajo subido en un carrito de la compra sin frenos ni posibilidad alguna de controlarlo de ningún modo nos pareció a todos la mejor idea del año con diferencia. Es más, nos parecía extraordinario el que no se nos hubiera ocurrido antes.
Y así, sin más, dejamos aparcados a nuestros pulgosos, al gato volador cuyo salto todavía hoy me intriga y a los gritos desaforados de la loca para irnos hasta el supermercado más cercano donde conseguiríamos nuestro fórmula uno modelo supermarket. El problema, por supuesto, se presentó en cuanto constatamos que lo mismo nuestra idea de coger un carrito para tirarnos por una cuesta abajo una y otra vez hasta que nos aburriésemos o nos abriésemos la cabeza y destrozáramos nuestro medio de transporte, no sería del agrado del dueño del establecimiento. Por ende, se impuso el sentido común y decidimos que lo más conveniente sería cogerlo sin que nadie se diese cuenta y si acaso después devolverlo del mismo modo. Pero mi intención nunca fue robarlo, lo juro. Simplemente quería cogerlo un ratito. En fin, como os podréis imaginar no fue muy difícil hacernos con un carrito que chirriaba un poco y que tenía una sospechosa tendencia a desviarse a la derecha. Llevarlo casi en volandas hasta el borde de una pendiente lo suficientemente pronunciada para que todos saltásemos de la emoción fue coser y cantar. Y claro, de perdidos al río: “A la de tres y maricón er úrtimo”. Pin, pam fuera y… os juro por todos los cristales, chinarros, gravilla y baches que nos pasaron literalmente por encima, que todavía hay momentos en los que me pregunto cómo fue posible que un carrito con tres críos encima pudiese dar tantas vueltas y tan variadas en una cuesta que apurando mucho jamás llegaría a los sesenta metros.
Por supuesto, aquella tarde supuso la última aventura del amasijo de hierros retorcidos que antaño fuera un carrito y la primera de una de las muchas cicatrices que desde entonces adornarían diferentes partes de mi cuerpo, ubicadas por fortuna en lugares poco visibles y bien disimuladas por el tiempo.
Nunca más volvimos a hablar de la cuesta, del mal rato que pasamos en urgencias ni de los palos que nos llovieron cuando hubo alguna parte de nuestro ser libre de heridas, moratones o magulladuras, pero lo cierto es que cada vez que voy a un supermercado y cojo un carrito para hacer la compra, siento un breve escalofrío antes de esbozar una sonrisa nostálgica e imperceptible. A veces, me pregunto si a ellos les pasará igual…

sábado, 3 de julio de 2010

CAPÍTULO IV

Una auténtica pelea siempre comenzaba con una buena piña en la cara. Eso lo sabe cualquiera que haya crecido en el paraíso de las peleas. Sin embargo, cuando la cosa comenzaba con patadas o alguno de los rivales se agarraba al otro, la cosa se alargaba mucho y al final con suerte veías un poco de sangre en una rodilla. Pero si las hostilidades se desataban a hostia limpia desde el principio, entonces sí que el espectáculo estaba asegurado: una nariz rota, una ceja partida, un labio reventado… el catálogo de posibles consecuencias era variado y siempre muy sanguinolento. No es que yo fuese un amante de la bulla, pero en mi barrio las diferencias de opiniones casi siempre se solventaban con la ley de la selva, el que quedaba de pie ganaba. Quizá por eso cada vez que había una pelea en cualquier sitio todos corríamos como locos para presenciarla y conocer el resultado. En mi caso, además, era una cuestión de supervivencia. Tenía que conocer bien a los demonios capaces de dibujar un picasso en el universo pecoso de mi cara para evitarlos o adularlos si fuese necesario.
Un entretenimiento menos violento que el recurso a los puñetazos era nuestro inolvidable vamo a echá un caé. Es decir, de buenas a primeras dejábamos de jugar al trompo, al escondite o de tirar petardos en las papeleras para agarrarnos como judokas profesionales intentando tumbar al otro antes de que él hiciese lo mismo contigo. Era divertido y emocionante, el problema es que a veces te entusiasmabas y cuando el otro ya estaba en el suelo vencido tú le dabas una hostia o dos por la emoción, sin maldad, casi sin darte cuenta y claro, al otro que maldita la gracia que le hacía ese juego le entraban ganas de devolvértelas y como imaginaréis al final se liaba, porque a ver quién era el guapo que dejaba de tirar puñetazos a diestro y a siniestro para explicarle al otro que aquello empezó como un juego y que ya era hora de parar. Por lo general, no obstante, un caé casi siempre acababa de buen rollito y quien ganaba le explicaba al perdedor lleno de orgullo cómo había logrado tirarlo primero o cómo hizo para recuperarse cuando ya parecía desequilibrado.
Una vez llegué a mi casa con la nariz rota y un ojo morado. A mi madre no es que le hiciera demasiada gracia que digamos “pero de dónde viene así arma de cántaro quién ta echo eso” “ha sío er rafita mamá, pero yo gané er caé y creo que le roto er labio”. Después de los cuatro buenos alpargatazos que logró darme antes de que me metiera debajo de la cama, casi puedo verme secándome las lágrimas y la sangre mientras me reía por lo bajo porque me imaginaba las dos buenas hostias que su madre le estaría dando en aquellos momentos al malaje del rafita, que perdió los estribos cuando salí victorioso y no le vio la gracia a los tres guantazos que le di mientras me mofaba de él por lo torpón que había sido.
Ya sé que la violencia no es el mejor recurso para solventar los problemas, pero al guapo que haya sobrevivido en un mundo como el de mi infancia sin repartir un poco de leña de vez en cuando habría que levantarle un monumento porque o está muerto y las estatuas casi siempre se erigen para los fallecidos o es un santo. Evidentemente, a mí no me levantaron ninguna estatua.

CAPÍTULO V

Si Satanás en persona hubiese decidido reencarnarse en un ser humano para sembrar el mundo con tempestades de fechorías e implantar su reino de maldad, sin duda alguna habría elegido a uno de mi barrio. Y no a uno cualquiera, que de tontos con pretensiones está el mundo lleno. Habría escogido al bichito verde, estaba completamente seguro. Porque malos, malos, malísimos los encontrabas en cada recodo, levantabas una piedra y salían tres o cuatro, pero lo del bichito verde era harina de otro costal, o como decía el Germán “a eze hay qu´echarle de comé aparte”.
Muchos años después supe que tenía un nombre real y normal, pero por aquel entonces para mí estaba envuelto en un aura de misterio y de sombras, era el mismísimo príncipe de las tinieblas con cara de crío algo regordete, más bien feucho y un pelín cabezón, siempre al acecho para atraparte y hacerte algo terrible, no sé bien el qué, pero tenía un miedo irracional a encontrarme con él a solas, sin otros demonios cerca para esconderme entre la muchedumbre y pasar desapercibido. Al parecer tenía un hermano mayor en la cárcel, se decía que por matar a veinte o a treinta personas, aunque también se decía que cada noche cuatro o cinco niños del barrio eran secuestrados por vendedores de órganos implacables que te sacaban las tripas sin anestesia y después tiraban tu cuerpo mutilado en un descampado donde te morías lentamente sin cenar ni nada, mientras tu madre te esperaba despierta con la zapatilla en la mano, pero con cara de preocupación. Yo lo creía todo a pie juntillas, cuando el río suena agua lleva, y muchas noches tenía pesadillas en las que el bichito verde y su hermano el asesino múltiple se aliaban con los ladrones de órganos para acabar conmigo. Era muy desagradable y aunque a veces yo fantaseaba con que de mayor sería un héroe valiente y abnegado, cuando en aquellos sueños me veía a solas con la banda del bichito siempre empezaba a gritar como una nenaza y a correr como un loco intentando escapar de mi destino. Una vez incluso me meé en la cama, lo juro. .. bueno, en realidad no fue por eso, simplemente se me escapó, pero le dije a mi madre que había sido por las pesadillas y no me pegó nada. Bueno, casi nada. Fue la única vez que el bichito verde hizo una buena acción por alguien, aunque en realidad la hizo sin su consentimiento, de hecho creo que si se hubiera enterado me habría matado o algo parecido.
Sin embargo, el colofón de mi terror infantil por la figura demoníaca del bichito llegó una calurosa tarde de verano en la que yo, ingenuo saco de huesos y pecas moteadas como los plátanos de canarias, me atreví a desafiar las leyes no escritas de que a ciertas horas era mejor no atravesar ciertos sitios y me aventuré por el bloque del maligno con una bicicleta que mi vecino “el quini” me había prestado. Por supuesto, en cuanto mi figura espectral, émula quizá de la del caballero de la triste figura, hizo acto de presencia en el reino del innombrable, aquél emergió de dios sabe dónde y antes de que pudiera echarme a correr o a llorar o a cualquier cosa, me encontré en el suelo, envuelto por una carcajada tosca y gutural, mientras el azote de mi placidez se montaba en mi bici prestada dispuesto a llevársela no sé a dónde para hacer no sé qué. En aquella ocasión, por primera en mi corta y jodida vida me falló la intuición y fui incapaz de recurrir a la verborrea para hipnotizar a mi enemigo. Por el contrario, incurrí en una torpeza indigna de alguien de mi experiencia en lides como aquellas. Así que sin darme cuenta, arrepintiéndome casi mientras las perlas léxicas de mi boca tejían a grito pelado un collar sintáctico perfecto, le dije exactamente lo que pensaba “so hijo puta, me cago en to tus muerto, cabrón”.
Dos horas más tarde, cuando el ocaso vestía de malvas anaranjados el horizonte irrepetible de los pinares de Punta Umbría, yo, sin dejar de correr ni de llorar me preguntaba quién me mandaría a mí a decirle todo lo que dije al Sauron de mi niñez, al innombrable, al temible e implacable bichito verde. Lo cierto es que las fuerzas ya empezaban a fallarme, tenía hambre, sed, sueño y los alambres tronchados de mis piernas no parecían dispuestos a sostenerme en pie durante mucho más tiempo. Pero Él seguía allí, a lo lejos, siguiéndome incansable, dispuesto a vengar la afrenta de mis insultos. Cuando se acercaba yo corría con todas mis fuerzas, entonces él, más lento, se paraba y esperaba. Yo volvía a detenerme y a observarlo en la distancia hasta que se ponía en marcha nuevamente y otra vez a empezar. Por si fuera poco, la bestia traía consigo a su hermano pequeño, más o menos de mi edad, que estaba por allí cerca cuando yo me acordaba de su familia y también tomó el agravio como algo personal, es que hay gente muy susceptible, de verdad. Lo cierto es que ya estaba un poco harto de ir y venir, le había dado la vuelta al barrio unas doce veces y había hecho más kilómetros que un seat de los antiguos, de modo que tomé una determinación.
Cuando Él avanzó yo no me moví, cada vez estaba más cerca y al verme inmóvil se animó corriendo más y más rápido, pero justo entonces, en el instante en que sus tenazas grotescas con un parecido razonable a unas manos estaban a punto de atraparme salí disparado de mi estado aparentemente catatónico y con una finta digna de Michael Jordan dejé atrás a mi perseguidor y encaré a su hermano que no esperaba encontrarme cara a cara sin el apoyo de su superior. Ese segundo de duda fue esencial para escapar. Mis pobres piernas casi no tocaban el suelo, mis perseguidores habían quedado atrás y yo era mucho más rápido, de modo que solo tenía que seguir corriendo hasta mi bloque, subir las escaleras y refugiarme en mi casa, de donde no saldría en los próximos treinta o cuarenta años. Lo había conseguido, ¡lo había conseguido! Había entablado una batalla desigual contra un gigante de mi barrio e iba a sobrevivir para contarlo, después de todo no había sido tan difícil, un poco de inteligencia, una pizca de reflejos y si te he visto no me acuerdo. Qué demonios, había sido incluso fácil. Me sentía tan orgulloso de mí mismo, tan feliz y tan jovial que olvidé una regla de oro “no bajes la guardia hasta que el peligro haya pasado” y por eso no lo vi, porque no lo esperaba. Salió de la nada y me hizo un placaje perfecto, como un jugador de rugbi de los de la tele, en serio, fue increíble. Me hizo dar unas diez volteretas por el suelo antes de gritar como un poseso, “lo tengo bicho, lo tengo, corre que ze levanta”, como si eso hubiese sido posible. Estaba agotado, magullado y desorientado, el Roge se había unido al grupo de cazadores al igual que una alimaña en busca de carnaza y yo torpe y descuidado ni siquiera había advertido su presencia.
Por supuesto, cuando los otros dos llegaron hasta mí se cebaron con mis despojos, me dieron hostias hasta en el carné de identidá, y hubiesen seguido sine die si no me llego a levantar no sé muy bien cómo y llorando como una nenaza no me hubiera puesto a llamar a mi mamá, que eso sí, en esos casos las madres tienen un súper oído que ya lo quisiera Superman. Al oír a lo lejos la voz de mi madre llamándome, los matones me dejaron con mis moratones y mi autoestima por los suelos y pusieron pies en polvorosa. Yo llegué hasta mi salvadora bañado en lágrimas, hecho un cristo por las llagas y el sufrimiento, pidiendo un poco de alivio maternal después de tantos padecimientos. “máma, mamá” logré articular entre sollozos. “Encima me va a llorá, que llevo una hora llamándote” y aquella vez, por primera vez en mi vida, los cinco zapatillazos que mi madre logró darme antes de que me metiera debajo de la cama me supieron a gloria porque al fin estaba en casa y por algún milagro inexplicable todavía seguía vivo.
Creo que después de aquello no volví a ver al bichito verde de cerca hasta que cumplí los dieciséis, pero esa, por supuesto, es otra historia que contaré más adelante.

CAPÍTULO VI

Tal vez la situación financiera en wall street no fuese vital en un lugar donde con suerte se llegaba a fin de mes sin dejar algo fiado en la tienda, pero para los demonios infantiles del barrio disponer de algo de efectivo era vital para comprar un trompo, unas canicas, algunos petardos o cromos de los futbolistas de la liga como Hugo Sánchez, Sanchís o Hierro. Por supuesto, si tu madre no te daba el dinero para esas “tonterías”, no tenías más remedio que avivar el ingenio y espabilar para sacarlo de debajo de las piedras si fuese necesario.
Mi primer negocio fue el del pin ball. Bastaba con un tablero de madera pedido amablemente o sustraído delicadamente de la carpintería más cercana, algunas puntillas, dos pinzas de la ropa y unas gomas elásticas de las cajas de zapatos. Después de unos minutos de trabajo dejabas preparado tu propio pin ball, en el que cualquiera podía ganar varias pesetas si lograba introducir la canica en el agujero correspondiente. Cada partida costaba una peseta y tú te encargabas de hacer el juego lo suficientemente difícil como para que nadie lograse ganar ni un miserable céntimo. Los demonios del barrio se jugaban las pesetillas que les sobraban de los mandados de sus madres o el dinero del bocadillo o del dulce de la merienda y yo al final de cada día obtenía unos pingües beneficios a costa de la ambición y la ingenuidad ajena. Al final tuve que dejarlo porque eso de perder no le hacía gracia a la mayoría y alguna vez que otra estuve a punto de acabar con mi tablero de sombrero, sin contar con las veces que alguna madre venía con su niño llorando del brazo porque aquella tarde se había quedado sin merienda por mi culpa, imagínate, ni que yo se lo hubiese quitado con una navaja…
Sea como fuere, no tuve más remedio que buscar nuevas fuentes de financiación y entonces descubrí el negocio de las hojas moras. Era sencillo, barato y relativamente cómodo. Sólo necesitabas proporcionar hojas de una morera a los pijos que criaban gusanos de seda a cambio de un módico precio y por suerte en mi colegio había varias moreras.
El único problema es que tenías que saltar la valla del colegio cuando empezaba a anochecer y guindarte a los árboles sin que el portero del recinto te viese, pero bueno, no hay negocio sin una pizca de riesgo. Por lo general, siempre tuve suerte y fui rápido y ágil en la sustracción de hojas, pero hubo un día en el que no estuve tan fino, lo cual estuvo a punto de costarme un disgusto. Ocurrió una tarde como otra cualquiera en la que acudí con varios compañeros demoníacos al colegio. No sé bien qué falló, tal vez fueran nuestras carcajadas cuando uno de nosotros se resbaló y casi se rompe la cabeza al caer desde unos cuatro metros o quizás la pelea improvisada de moras que empezó justo después con todo el griterío que ese tipo actos lleva aparejado. El hecho es que evidentemente el portero del colegio apareció mientras nosotros seguíamos subidos en las moreras y claro, ya no tuvimos escapatoria. Ni que decir tiene que intentamos todas las tretas habidas y por haber: mentir sobre nuestros nombres, asegurar que los hojas eran para una anciana que vendía gusanos en el barrio como único medio de subsistencia y alguna más que prefiero omitir por el ya citado respeto a ciertos arcanos de mi vergüenza infantil. Por supuesto, el Andrés, que así se llamaba el portero, no creyó ninguna de nuestras mentiras, puesto que ya nos conocía de nuestras fechorías en el colegio. Así que anotó nuestros nombres, los auténticos, y prometió dar la relación de los mismos a nuestros profesores para que ellos contactaran con nuestros padres. La zapatilla de Damocles empuñada por mi madre volvía a pender sobre mi cabeza.
Y entonces llegó él. Cuando nos íbamos cabizbajos, apaleados y tristes, con nuestras bolsas de hojas como pobre botín después de una batalla perdida, nos encontramos con mi atracador favorito, con el mismo que quiso robarme veinte duros a golpe de navaja, el mismo que ahora con un compañero moreno y algo más alto, blandiendo el mismo arma blanca de nuestro último encuentro nos exigía las hojas de las moreras para sus gusanos. Por supuesto, mis compañeros enseñaron los dientes y se dispusieron para el combate porque después de lo que les había costado conseguir nuestro tesoro no estaban dispuestos a renunciar a él por el primer ladronzuelo con malas pulgas que se cruzara en su camino. Sin embargo, en aquella ocasión yo ya había recuperado mi habitual destreza y enseguida vi el filón para salir del embrollo en el que estábamos metidos matando dos pájaros de un tiro. Sin dudarlo le di todas las hojas moras ante la estupefacción de mis acompañantes que casi no tuvieron tiempo de protestar porque los dos atracadores ya corrían en la lejanía con gritos de júbilo. Antes de que los míos me apalearan corrí de nuevo hacia el colegio llamando al portero. “André, André, no te lo va a creé. Do niño nos acaban de robá la hoja morah con una navaja. Casi nos matan y tó André” “¿qué os han zacao una navaja? Cago en dio ¿quién ha zío?”
Din don din, mi plan salió a la perfección. Al final Andrés borró nuestros nombres de la lista negra y apuntó el de los dos malévolos atracadores con navajas. Perdimos las hojas de las moreras, es cierto, pero evitamos los zapatillazos de nuestras madres. Además, una hora más tarde ya habíamos vuelto al colegio y habíamos llenado otras dos bolsas de hojas. Mis acompañantes cambiaron su rabia inicial por agradecimiento y yo aprendí otra valiosa lección de mi barrio. Si sacas a alguien de un marrón, puedes estar seguro de que él te devolverá el favor antes o después y eso en la tierra satánica y violenta de mi infancia era algo extraordinariamente valioso.

Una aportación inesperada de fondos para mi reserva siempre escasa llegó el día de mi primera comunión. No sé cuántos años tenía, pero eran los suficientes como para aprender que vestido de marinerito la gente te daba veinte duros o doscientas pesetas a cambio de una estampita en la que dijese “recuerdo de mi primera comunión”. Así que ni corto ni perezoso, mientras mi familia y mis amigos celebraban la consabida fiesta en mi honor, yo me pasé toda la tarde recorriendo el pueblo y dándole estampitas a cualquier incrédulo o incrédula que se cruzase en mi camino. Al día siguiente yo había obtenido casi cinco mil pesetas con mis arduas transacciones y durante las dos semanas siguientes mi madre no acabó de comprender por qué medio pueblo le decía lo guapo que estuvo su hijo en su primera comunión. Con el tiempo supo la verdad. Por suerte le cayó en gracia la cosa y no me llevé ningún palo. Las cosas son así: a veces se gana y otras se pierde. Yo, con pocos años y con menos recursos, tenía más claro cada día que mi astucia era lo único que tenía para sobrevivir en las ciénagas virulentas de mi barrio.

domingo, 20 de junio de 2010

CAPÍTULO I

La primera vez que me atracaron tenía nueve años, un enjambre de pecas en la colmena de mi cara y una ristra de huesos milagrosamente ensamblados en una amalgama cercana a lo que podría ser un cuerpo. No es que estuviese delgado, es que era la famelia en carne y hueso (o más bien en hueso y hueso, porque de lo otro ya he dicho que andaba más bien escasito). Es más, si como sostienen algunos las palabras encierran en sí mismas la esencia de aquello a lo que representan, estoy seguro de que bastaba con echarme un vistazo rápido para leer en los manojos de sarmientos de mis extremidades “esmirriado” o “piltrafilla”.
Quizá fuera por mi figurilla contrahecha o tal vez porque vivía en un barrio donde la mala leche se mamaba a hostia pura sin consagrar ni nada, lo cierto es que fue verme a lo lejos y un brillo enigmático se apoderó de los ojos de aceite amarga de aquel chaval de no más de doce con pantalones cortos y camiseta raída que se acercó a galope tendido hasta las quijadas prominentes de mi universo de pecas con un mensaje breve pero inconfundible. “Dame er dinero cabrón o te rajo d´ arriba abajo”. Para asegurarse de que lo entendía acompañó sus palabras con lo que parecía una navaja de no más de cinco centímetros cuya hoja oxidada amenazaba con matarte de tétanos mucho antes que por heridas de arma blanca.
Mi primera reacción fue correr. Pero la última vez que intenté escapar por patas de un embrollo acabé con siete puntos de sutura en la barbilla, varias heridas menores en las rodillas y un dedo de la mano que no llegó a romperse, pero que no quedó muy fino que digamos. Os contaría qué pasó, pero me reservo el derecho de admisión para los lugares más recónditos e íntimos de mi vergüenza infantil. Después pensé en un golpe de kárate a lo Chuck Norris o a lo Bruce Lee, pero nooo… mejor lo dejamos ahí. En fin, sólo me quedaba lo único con lo que había sobrevivido hasta entonces en aquel barrio donde los demonios vestían como niños, hablaban como niños, blasfemaban como niños, pero ocultaban el mal en la parte más siniestra de su interior. Así que sin darle más vueltas recurrí a la épica y comencé a hablar con aquel matón de poco más de un metro. “A ver, tío, tú entiéndeme, yo te daba ahora mismo los veinte duros que tengo, pero dime qué le digo yo a mi madre que me ha dicho que compre un paquete de café, un paquete de leche y galletas”. “Ostia puta, y to eso lo vas a comprar con veinte duro, yo pa mi que no te da eh” “po eso digo yo. No sé cómo lo voy a hacer” “yo que sé, a lo mejo la de la tienda te deja fiao” “po a lo mejo, pero no sé yo” “Bueno tío po inténtalo y a ve si tiene suerte. Por esta ve te va a libra, pero la próxima me da to lo que tenga, eh?” “Vale quillo, venga, hasta luego” “hasta luego”.
Lo que os dije, si eras bajito, canijo y no eras una máquina de matar como el 007, tenías que ser más vivo que el hambre para superar el día a día de mi barrio y eso sí, en eso me matriculé cum laude.
Con el tiempo, ironías de la vida, aquel atracador de poca monta acabaría siendo uno de mis mejores amigos, pero para eso aún faltaban varios años y tengo demasiado que contar antes de seguir avanzando.

CAPÍTULO II

En mi barrio siempre había muchos perros. Y no me refiero a los vagos que se pasaban las horas muertas en el bar rascándose la barriga a golpe de cerveza y de cubatas, que también los había pero no me interesaban mucho por aquel entonces, la verdad. Yo hablo de los otros, los que ladraban, corrían, meneaban el rabo y mordían, sobre todo mordían, porque me chiflaban. A mí y a todos los demonios con caras de niños con los que jugaba cada día. Nos encantaba perseguir a cualquier gato incrédulo que osaba pasear con parsimonia o se revolcaba en la arena o se ponía a maullar en cualquier esquina; era un ejercicio de pura adrenalina. Dos, tres o cuatro perros pulgosos y canijos, diez o doce demonios con caras de mocosos y el millón de pecas de mi cara corriendo a todo trapo detrás de un gato que se había cruzado en mala hora en nuestro camino me daba la vida, en serio, era un gustazo. Ya sé, ya sé que a los amantes de los animales esto les parecerá horrible y cruel, pero esos no se han criado en mi barrio. Además con nueve o diez años no estaba yo para muchas lecciones morales que digamos.
Lo malo de aquellas correrías era que casi siempre acababan igual. El gato o la gata en cuestión siempre encontraban un pino al que subirse y entonces sí que se acababa la fiesta. Por supuesto, siempre tirábamos cien o doscientas piedras por si acaso, pero he de reconocer que o teníamos muy mala puntería (algo que varias cicatrices de mi cabeza pondrían en entredicho) o el felino se acurrucaba francamente bien en un punto estratégico donde nuestras armas no tenían ningún efecto. Exceptuando las poquísimas ocasiones en las que acertábamos y el gato caía entre las fauces de los perros que aguardaban impacientes, casi siempre nos marchábamos con las manos vacías, sudorosos, con los brazos extenuados de tirar piedras y con una vaga desazón cercana a la frustración que nos habría llevado a la depresión si no hubiese sido porque enseguida nos acordábamos de que los perros, los pulgosos, hambrientos y fieles perros sin duda todavía seguían allí. Dos demonios con caras infantiles o un demonio con cara infantil y yo con mi arsenal intacto de pecas nos subíamos a horcajadas de dos de los canes más fieros y los azuzábamos con toda la rabia de la que éramos capaces. La pelea no solía durar más de un par de minutos, pero se podía repetir el proceso tantas veces como se quisiera. Además, de vez en cuando nos llevábamos a nuestra jauría de paseo por otros barrios en busca de perros rivales. Huelga decir que casi siempre salíamos victoriosos.
Con el tiempo, no sé bien por qué, dejamos de hacer aquello. Tal vez porque cada vez eran menos los gatos a los que perseguir, quizá porque algún día de repente y sin avisar algún demonio con algo de fiebre dijese ostia puta quillo, que pena de gato, ¿no? O sencillamente porque los años no pasan en balde y aunque sea a base de pedradas la mayoría de la gente acaba madurando de un modo u otro. De cualquier forma, hubo un día en el que estábamos jugando al fútbol con nuestros perros pulgosos y mugrientos tumbados a la bartola, cuando un gato se atrevió a cruzar por detrás de nuestra portería a toda velocidad sin que el olfato atrofiado de nuestros compañeros de cuatro patas se hubiese percatado y … no hicimos nada. Simplemente nos miramos durante unos segundos y decidimos seguir jugando nuestro partido como si tal cosa. ¡Imagínate! Con un felino a tiro de piedra y nosotros no empezamos a correr como locos azuzando los colmillos afilados de nuestros pulgosos. .. En fin, las cosas cambian aunque no seas consciente de que están cambiando ni entiendas demasiado bien qué las motiva. A veces necesitas casi toda una vida para entenderlo, otras veces no logras entenderlo jamás. Yo, con poco más de nueve años, rodeado de demonios y con un saco de huesos por hacienda, demasiado tenía con seguir vivo y casi ileso cada día como para preocuparme por filosofías de todo a cien sobre la vida.

CAPÍTULO III

Si mal no recuerdo, fue por aquella época cuando me enamoré por primera vez como un pipiolo tocado por Cupido. Ella era alta, simpática, rubia de bote y me daba los buenos días cada mañana detrás del único canal de televisión que había entonces con una canción que aún hoy no he conseguido olvidar: “este es el show de XuXa que os saluda con amor”. Y eso era precisamente lo que yo necesitaba cuando la veía tras sus minifaldas imposibles, sus tops ajustaditos que dejaban ver mucho más de lo que tapaban y sus saltos y más saltos de aquí para allá rodeada de niños y de niñas que también saltaban y cantaban como imbéciles junto a aquella diosa de marfil que me hacía llegar tarde al colegio todas las mañanas con su irrepetible canto de sirena “es la hora, es la hora… es la hora de jugar”. Hubiese dado todas mis canicas chinas y dos de mis trompos de entonces por haber jugado con ella a los médicos y a las enfermeras. Sí, sin duda, creo que ella fue mi primer gran amor. Después vendrían otras imitadoras con fórmulas que enganchaban, para qué vamos a negarlo “a mediodía alegría”, pero nunca fue lo mismo. Hay ciertas cosas que sólo se viven de verdad una vez, la primera. El resto son sucedáneos descafeinados.
Por supuesto, con el tiempo descubriría la diferencia entre aquel escalofrío que recorría todo mi ser cuando veía el cuerpo semidesnudo de aquellas presentadoras y el verdadero amor, pero por aquel entonces aquello era lo más parecido que yo había experimentado nunca y como decía mi colega chuchi es que la tía eza está pa toma pan y moja.
Y es que la cuestión del sexo en mi barrio ocupaba gran parte de las tertulias diarias entre los demonios infantiles con los que compartía mis tardes ociosas. Yo no sabía muy bien de qué iba la cosa, pero en aquellas lides había que parecer un catedrático para que no te tomasen por inocente. Una vez un demonio menor preguntó que qué era aquello de correrse y desde entonces se convirtió en el corrito. Ya no importó el que alardeara de haber aprendido mucho desde entonces, cada vez que se reunía con nosotros una risa tonta saltaba de cara en cara hasta que alguien comentaba qué pasa corrito, ¿ya sabes lo del chorrito? Justo antes de que las risitas metamorfoseasen en carcajadas grotescas que no amainaban durante quince o veinte minutos. Alguna vez sentí pena por él, porque yo tampoco sabía entonces qué era aquello, pero ya os he dicho que si algo había aprendido en el infierno de mi barrio era a ser vivo para no convertirme en carnaza de los tiburones terrestres que andaban por doquier.
El símbolo sexual por excelencia en aquel mundo de maldad infantil era el burro del Chanín. El Chanín era un matón de los muchos que había en las barriadas, pero sus proezas sexuales corrían de boca en boca como regueros de pólvora alimentando la expectación y la envidia de todos los neófitos que escuchábamos boquiabiertos los relatos de sus hazañas. Por lo visto, era el único demonio menor de trece años que conociéramos que ya había practicado el sexo con esa gran desconocida que era la mujer. Quizá por eso o por una asociación malévola cuyo origen preferí no investigar, cada vez que el burro del Chanín rebuznaba en las cuadras situadas a menos de un kilómetro del barrio, alguien preguntaba invariablemente Corrito ¿tiene lah mano limpiah? Po anda vé a hazerle un favó ar burro der Chanín. Evidentemente las risas que seguían al comentario podían durar tanto como una buena novela de suspense…
Lo malo es que a veces el dichoso burro se pasaba rebuznando toda la tarde, no me preguntéis por qué, y a la décima vez que la preguntita se repetía la cosa quieras que no perdía parte de su gracia. Pero eso sí, aunque se hubiese repetido un millón de veces había que esbozar al menos una breve sonrisa cada vez, para que nadie pensara que no habías entendido la broma o que no te había hecho gracia, un pecado imperdonable como el de no saber guindarte a un pino para coger los nidos de los gorriones.
En fin, como ya os he dicho fue por aquel entonces cuando las primeras punzadas de mi cuerpo infantil raquítico dieron señales de una adolescencia incipiente, pero todavía habrían de pasar algunos años hasta que el mundo críptico y lejano de las féminas se convirtiera en algo más importante en mi vida que un buen tirachinas o ganar cien canicas en una sola tarde.