SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































domingo, 31 de octubre de 2010

CAPÍTULO XIV

Odiaba el chocolate con leche y almendras, los bollicaos, los donus de chocolate, las matutanos al jamón, los helados de vainilla y las chuches. Los odiaba los lunes por la mañana cuando en el recreo me comía mi bocadillo de mortadela con aceitunas y los martes por la tarde cuando merendaba un bocadillo de mortadela con aceitunas y los miércoles por la mañana cuando desayunaba un bocadillo de manteca porque la mortadela con aceitunas por fin se había acabado. Pero definitivamente, cuando más los odiaba era los jueves al mediodía cuando tocaba lentejas comida de viejas o los viernes por la noche cuando el delicioso aroma de las coliflores hervidas aderezaban de azahar y lavanda de barrio hasta el último cuarto de mi casa en el que inútilmente intentaba resguardarme.
Los odiaba de corazón y de tripas despechadas, pues no entendía el porqué de su abandono en aquellos trances tan duros por los que la vida me obligaba a transitar. Los odiaba entre bocata y bocata de mortadela con aceitunas, entre bocata y bocata de chóped pork el pozo, entre pucheros de miércoles y guisos de patatas de domingo, pero no me quejaba porque ya había aprendido que no servía de nada.
Simplemente me las ingeniaba para intentar ingerir el mayor número de dulces y de chuches que mi siempre mermado presupuesto de niño humilde de barrio pobre y obrero me permitía, no porque fuese un enganchado con mono de azúcar y chocolate transgénico de la bollería industrial, sino porque mi natural bondadoso y amable se revelaba contra el odio visceral que crecía en mi interior cuando ingería unos productos y no otros. Por eso me empeñaba en quitarles los bollicaos a los niños de mi colegio mientras me comía mi bocata de mortadela (que lo cortés no quita a lo valiente), por evitar el odio que tanto mal hace en el mundo, era mejor el llanto del primo al que le birlaba un donu que la rabia que me invadía mientras veía cómo se lo comía detrás de mi bocata de manteca. Sí, no era muy justo, lo reconozco, pero la justicia en mi barrio era una proscrita que trabajaba al servicio de los matones de turno, de los puños con más mala leche y de los niños bien que podían permitirse dos o tres dulces todos los días de la semana, incluso los días 28, 29 , 30 y 31 de cada mes, que por alguna extraña razón que no lograba comprender demasiado bien eran los días en los que no sólo resultaba inoportuno pedirle a tu madre dinero (como ocurría el resto del mes) sino que además era peligroso, muy pero que muy peligroso, como darte un baño en una bañera llena de pirañas del Amazonas; a lo mejor sales ileso, pero muy segura, lo que se dice muy segura, no parece la cosa.
Pero eso sí, el colmo del odio culinario de mi infancia cobraba forma humana muchos lunes por la mañana, cuando el zupo (y no me preguntéis el porqué del mote) llevaba para el recreo una coca cola, un bollicao y un paquete de matutanos al jamón. Sí, sí, en serio, la panacea para cualquier sufrimiento de la infancia, un manjar digno de dioses. Encima el zupo era demasiado grande y fuerte como para osar siquiera pensar en quitarle parte de su desayuno, así que sólo podías observar con recelo desde la mediocridad de tu bocata de chóped cómo aquel gigante de la infancia devoraba sin reparos aquella ambrosía por la que hubieses vendido sin regateos algún riñón o la mano izquierda, que al fin y al cabo era la que menos usabas. La vida, en ocasiones, resultaba muy dura, pero había que afrontar los reveses del destino con hombría y con firmeza, así que siempre que podías te acercabas a algún pringadillo del patio, a uno más pringado que yo, por supuesto, y le decías “Manué, ta enterao que la Manoli te quiere” “En zerio, quillo. No lo zabía. ¿quién te la dicho?” “po quien va a se, su amiga la María la churreta, mírala, ehtá allí detrá” El pobre Manuel se giraba entonces para ver a su Dulcinea y yo aprovechaba para quitarle el donu de chocolate que sólo tenía una mordedura parcial de incisivos en el extremo derecho. Una minucia, vamos, una insignificancia. Cuando el Manuel se daba cuenta del engaño y del hurto, algo que ocurría de modo simultáneo, yo ya me había alejado varios metros engullendo como un lobo hambriento mientras enseñaba los colmillos. Después venía el llanto de turno, el se lo voy a decir al maestro y a mi madre y la respuesta que cualquiera hubiese dado en mi lugar “como diga argo te mato, te lo juro, te mato”. Por supuesto, al final, la noticia se sabía por cauces soterrados y enigmáticos que no vale la pena investigar, de modo que el chocolate y los dulces hurtados se me atragantaban en la garganta ante la visión espectral y sombría de mi madre con cara de amiguito, ahora sí que la has hecho buena. Y cuando mi madre ponía esa cara, sólo valía pedir confesión y aceptar tu destino, porque entonces no era mi madre, era una mujer pegada a una zapatilla y si los herejes del Medievo que se negaban a confesar ante las torturas inquisitoriales hubiesen pasado unos minutos a solas con la zapatilla de mi madre, otro gallo hubiera cantado.Aprendí a controlar mi mono a base de zapatillazos, pero reconozco que cuando alguien me dice lo mucho que le cuesta dejar el tabaco, que está enganchado a la coca cola o que le encanta la comida y no logra controlarse, no puedo evitar pensar en los dulces y las chuches de mi infancia. Supongo que todos tendemos instintivamente al placer, aunque sea efímero y aunque a largo plazo no conlleve nada bueno. Yo, con pocos años y menos luces, en un barrio donde la moral consistía en quitar los tapones de las ruedas de los coches para ponérselos a tu bicicleta, no dejé de amar los dulces ajenos por propia voluntad, sino porque el castigo era demasiado duro para afrontarlo día tras día.

3 comentarios:

  1. Buenas noches noctámbulo, digo yo que si no tendrás un remedio contra ese deseo irrefrenable de comer todo eso que nombras: Dónuts, Bollicao,...¡Ay Dios que me pierdo!, por favor si conoces algún remedio, compártelo que para una mujer es difícil superar esta dependencia y a la vez mantener la figura.

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  2. Hola de nuevo, antes se me ha olvidado decirte...¡¡¡te parece bonito dejarnos sin historias hasta diciembre!!!. Que tal si lo dejamos a mediados de noviembre,¿te parece?. Buenas noches.

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  3. !!!!1que bueno javi!!!!!no conocia esa faceta tuya y mira que hace años que te conozco.mmira que la churreta,jajajajejejeje.escribe pronto

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