SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































domingo, 31 de octubre de 2010

CAPÍTULO XIII

Las bicicletas. Adoraba las bicicletas y todo lo relacionado con ellas. Aprendí a montar como todos en mi barrio desde tiempos ancestrales: con dos ruedecitas pequeñas ensambladas en los laterales, pero con una bici grande porque ya sabéis, caballo grande ande o no ande.
Casi no llegaba a los pedales y parecía un sapillo contrahecho sobre aquel cuadro HB casi tan inmenso como mi sonrisa de crío inocente en su primera Noche de Reyes porque tenía siete añitos y una bici enterita para mí, de modo que enfilé la plazoleta, esquivé uno, dos y tres portales, atravesé la carretera tras comerme dos bordillos y hubiese seguido pedaleando hasta el infinito si aquel dichoso pino no se hubiera empeñado en impedir con la mole de su tronco uno de los momentos más felices de mi infancia. No obviaré el hecho de que estamparme con un árbol porque no sabía que tenía que usar los frenos no era el final planeado para mi primera vez en bici, pero ni eso ni los arañazos ni el chichón de mi cabeza lograron desanimarme en mi empeño casi fanático de aprender a montar.
Pocos días después las ruedecitas desaparecieron paulatinamente. Primero la izquierda y más tarde la derecha, hasta que fui consciente de que ya sabía manejar sin ayuda la bicicleta, más o menos. Y claro, un descubrimiento semejante debía ser celebrado por todo lo alto. Así que sin pensarlo demasiado me fui detrás de algunos vecinos mayores que yo que iban a trastear por el pueblo con sus bicis desgastadas, oxidadas y algo desvencijadas, pero mucho más grandes que la mía…tres minutos y dos aparatosas caídas más tarde me percaté de que aún no estaba preparado para seguir las salvajadas de mis compañeros de doce y trece años, de modo que con una llantina que hubiese enternecido hasta al más desalmado me di media vuelta mientras veía alejarse con envidia a los golfillos de mi barrio y puse rumbo hacia mi casa con la cara llena de churretes y moqueando como si la vida me fuese en ello. Por si fuera poco, cuando llegaba a mi bloque el bichito verde, el azote de mi placidez, empezó reírse de mí con carcajadas grotescas que ya quisieran los asesinos de las pelis de terror “ah, gilipolla, ze ta pinchao la rueda d´atrá. zerá capullo. Quillo, to er mundo, mirá, mirá ar canijo eze, ze la pinchao la rueda…” Y entonces sí que sí, vi la sombra plomiza de la desgracia cernirse sobre mí. Miré hacia la rueda de atrás con la preocupación de un padre que teme por la vida de su retoño y ¡oh, vida cruel y mísera, páramo de dolor e incomprensión! Mi hermosa rueda trasera, el orgullo de mis breves pedaleadas infantiles, yacía ahora postrada como un escarabajo pisoteado en el frío, inclemente y desapacible suelo. ¿Dónde quedaba ahora la gloria de mis primeras vueltas en bicicleta, qué fueron de mis caídas y de mis risas sobre aquel corcel de hierro y gomas perfectamente hinchadas, qué fue de la presunción con la que yo había hecho gala de mi magnífico regalo ante amigos y enemigos? Todo ello había quedado reducido a esa especie de bolsa de basura desinflada que daba vueltas y vueltas como un pollo de Simago esperando la extremaunción.
Estoicamente aguanté las burlas de todos los demonios que junto al satánico bichito tuvieron a bien mofarse de mí mientras me diluía como una mota de polvo en el huracán de mi portal, presa de una de las mayores humillaciones que nadie jamás pueda sentir en la vida. Y sólo entonces, cuando estuve lejos de las miradas y las orejas burlonas, cuando supe que nadie sería testigo de mi sufrimiento y de mi angustia, di rienda suelta a mi dolor inenarrable haciendo lo único que un tipo duro y cabal de siete años como yo podía hacer en una circunstancia tan dramática como aquella. Empecé a llorar como una señora magdalena mientras berreaba a pleno pulmón “mamá, mamá sa ma pinchao la bici…uahhhhhhh, mamá, que sa ma pinchao la bici nueva… uahhhhhhhh”.
Y mi madre, pozo de sabiduría inagotable, montaña firme de comprensión y seguridad, me miró con serenidad desde la atalaya de sus ojos claros haciéndose cargo de un simple vistazo de la magnitud de la situación. “Viene lleno d´arañazo, con sangre seca en la mano, loh pantalone nuevoh roto d´haberte caío y con la bicicleta nueva que da pena vehla y pinchá. ¿A ti te parece normá? Tú contéhtame, ¿a ti te parece normá? ” Yo lo pensé durante unos segundos, lo reconozco, justo los tres segundos que tardé en ser consciente de que aquella pregunta era retórica y no hubiese habido respuesta posible capaz de aplacar la sed de venganza de la zapatilla de mi madre, así que hice lo único que un tipo cabal y coherente de siete años como yo hubiese podido hacer en una situación como aquella. Salí corriendo como Carl Lewis en sus mejores momentos gritando “ha sío curpa der bichito, ha sío er bichito, uahhhhhh” y aunque juro por dios que corrí tanto como mis pobres piernas de gacela me permitieron dejando abandonada la bici a su suerte entre mi madre y yo, la zapatilla más rápida del oeste logró acertarme de pleno en la espalda hasta tres veces antes de que alcanzara la seguridad de la puerta de la calle.
Evidentemente, horas después tuve que volver a por el resto de la ración de zapatillazos, aunque claro, ya no recordaba por qué me tocaba aquel plato tan desagradable. Es curioso, ya ni siquiera recuerdo el color de mi primera bicicleta, pero conservo con nitidez la sensación amarga que me invadió cuando sentí que algo iba mal. Supongo que todos en alguna ocasión sentimos que aquello que nos preocupa en determinado momento es el centro del universo. Al menos para mí, con siete añitos, cada nueva aventura era sin duda alguna la más trascendental que cualquiera pudiera vivir.

3 comentarios:

  1. me vas a hacer esperar hasta diciembre???
    jejejeje.
    bueno, esperaré ansioso como para estos ultimos capitulos de la primera parte.
    un saludo, y espero que estes bien.

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  2. !!!!!!javi que pasa!!!!!!!, sigue escribiendo que me tienes peor que a una maruja con las novelas,que bello es recordar cosas de la infancia de uno,por cierto si me nombras no hables mal de mi que si no sere yo el matoncillo de tu niñez,.es broma,eres un hermano,sigue asi.espero verte pronto si dios quiere.un abrazo

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  3. Qué tal amigos! Seguiré escribiendo, lo prometo, pero debo reconocer que en estos momentos es imposible. Espero que podáis ser pacientes conmigo y que nos veamos por aquí en diciembre, de hecho, mucho me temo que a finales de diciembre. Un abrazo muy fuerte.

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