SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































jueves, 29 de julio de 2010

CAPÍTULO IX

En realidad no lo robé. Bueno, si acaso un poquito. Pero pretendía devolverlo, en serio. Bueno, sólo un poquito. Pero las cosas se complicaron y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde.
De hecho, todo comenzó una tarde como cualquier otra mientras nos preguntábamos si el grito de mi vecina del segundo llamando a su niño “zo hijo la gran puuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuutaaaa. Zube pa rriba que te voy a mole a palo. Cacho cabroooooooooooooón” era un falsete en la escala de fa o una muestra espeluznante y prodigiosa de primitivos rituales ya olvidados de nuestros antepasados presentes en el imaginario colectivo. Como los gritos de la loca eran usuales, pronto dejaron de llamar nuestra atención que regresó al gato negro con una extraña mancha blanca en la cabeza que de un modo inverosímil había saltado de un pino a otro y de allí al tejado de una cuadra, donde encontró un agujero que le condujo a la seguridad de su interior cerrado con candados que se nos antojaron infranqueables. “habéi visto quillo, increíble. Ha zartao d´un pino ar otro por lo jaire, quillo, qué flipe” “a mí ma fartao na pa darle una pedrá en lo jaire. Za ma escapao por lo pelo, qué flipe” “pa flipe, flipe, er vídeo q´an echao hoy en la tele. Un pavo con una carrito der zupermercao bajando a to carajo zacao una cuesta abajo increíble. Flipante, pero flipante, quillo”… Tras unos segundos de un reflexivo e inexplicable silencio, la ocurrencia del sevi encendió una lucecita en nuestro interior, porque aquello de tirarse por una cuesta abajo subido en un carrito de la compra sin frenos ni posibilidad alguna de controlarlo de ningún modo nos pareció a todos la mejor idea del año con diferencia. Es más, nos parecía extraordinario el que no se nos hubiera ocurrido antes.
Y así, sin más, dejamos aparcados a nuestros pulgosos, al gato volador cuyo salto todavía hoy me intriga y a los gritos desaforados de la loca para irnos hasta el supermercado más cercano donde conseguiríamos nuestro fórmula uno modelo supermarket. El problema, por supuesto, se presentó en cuanto constatamos que lo mismo nuestra idea de coger un carrito para tirarnos por una cuesta abajo una y otra vez hasta que nos aburriésemos o nos abriésemos la cabeza y destrozáramos nuestro medio de transporte, no sería del agrado del dueño del establecimiento. Por ende, se impuso el sentido común y decidimos que lo más conveniente sería cogerlo sin que nadie se diese cuenta y si acaso después devolverlo del mismo modo. Pero mi intención nunca fue robarlo, lo juro. Simplemente quería cogerlo un ratito. En fin, como os podréis imaginar no fue muy difícil hacernos con un carrito que chirriaba un poco y que tenía una sospechosa tendencia a desviarse a la derecha. Llevarlo casi en volandas hasta el borde de una pendiente lo suficientemente pronunciada para que todos saltásemos de la emoción fue coser y cantar. Y claro, de perdidos al río: “A la de tres y maricón er úrtimo”. Pin, pam fuera y… os juro por todos los cristales, chinarros, gravilla y baches que nos pasaron literalmente por encima, que todavía hay momentos en los que me pregunto cómo fue posible que un carrito con tres críos encima pudiese dar tantas vueltas y tan variadas en una cuesta que apurando mucho jamás llegaría a los sesenta metros.
Por supuesto, aquella tarde supuso la última aventura del amasijo de hierros retorcidos que antaño fuera un carrito y la primera de una de las muchas cicatrices que desde entonces adornarían diferentes partes de mi cuerpo, ubicadas por fortuna en lugares poco visibles y bien disimuladas por el tiempo.
Nunca más volvimos a hablar de la cuesta, del mal rato que pasamos en urgencias ni de los palos que nos llovieron cuando hubo alguna parte de nuestro ser libre de heridas, moratones o magulladuras, pero lo cierto es que cada vez que voy a un supermercado y cojo un carrito para hacer la compra, siento un breve escalofrío antes de esbozar una sonrisa nostálgica e imperceptible. A veces, me pregunto si a ellos les pasará igual…

2 comentarios:

  1. Leo tus "aventuras" y al terminar de leer el capítulo tengo el corazón encogido. No sé si todos los detalles que nos das son ciertos, pero si tan solo son un 50% de ellos, espero que si algún día nos conocemos, no sea por las secuelas que te han dejado todos los "tortazos" que te has dado, Si hubiera sido tu madre durante el periodo de tu vida que aquí nos cuentas, habría estado con una taza de tila en una mano y con una zapatilla en la otra. Gracias por contarnos historias tan entretenidas. Buenas noches noctámbulos

    ResponderEliminar
  2. Hola otra vez amiga. Gracias por dedicar algunos instantes a compartir parte de mi vida. A veces es importante saber que hay alguien más allá de los arcanos nocturnos de mis desvelos. Buenas noches desconocida.

    ResponderEliminar