SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































jueves, 29 de julio de 2010

CAPÍTULO VIII

Si el colegio es un castigo insufrible para la mayoría de los niños y niñas, imaginaos lo que habría sido la escuela que estaba junto a mi barriada. En serio. Pocas veces en la historia de la humanidad se han concentrado tantos aspirantes a delincuentes en tan pocos metros cuadrados.
Por si fuera poco, si te descuidabas durante el recreo, algún espabilao te quitaba el bocata con el viejo truco de “quillo, dame un caíto, no. Enga, quillo, un caíto chiquetito”. Solo reaccionando como una centella y engullendo como un cerdo al que le fuese la vida en ello lograbas evitar la dentellada desesperada del susodicho espabilao que se llevaba consigo medio bocadillo largo y te dejaba babeado (perdón a los escrupulosos) el resto. En general, de todas formas, los únicos que tenían que temer las fauces hambrientas de mis congéneres eran los pobres chicos bien del centro del pueblo que por extrañas carambolas del destino acababan como ovejas en el matadero lobuno de mi colegio. No es que estuviésemos hambrientos ni nada parecido, era más bien por putear un poco al otro, un deporte de mucho éxito en mi entorno escolar.
Eso sí, para mala leche de verdad, la que se gastaba Don “Klaus”. Se contaba que en una ocasión le rompió una pierna a un alumno mientras decía sin titubear la tabla del nueve arrancándole de paso la oreja a otro por estornudar. ¡Qué tío! Yo, que como ya he comentado lo creía todo a pie juntillas, daba gracias a dios cada año cuando me enteraba de que él, el ogro alemán, no me daría clases. Una vez, sin embargo, tuve que entrar en la mazmorra de su aula durante una hora completa y tanto mi miedo contenido como la orina de un desconocido chico de unos once años, al que le presentó demasiado rápido a su colega un guantazo con la derecha y a su otro amigo dos patadas con la izquierda por no saber una división, fueron testigos de que el muy hijo de Alemania se tenía ganada a pulso hasta la última coma de su fama. La mayoría de los maestros, sin embargo, casi nunca recurrían a la violencia y como mucho los veías mirando al cielo con los puños levantados preguntándose qué habrían hecho mal en otra vida para merecerse el castigo divino del rebaño de lobos con caras de niños al que inútilmente trataban de educar.
A pesar de todo, he de reconocer que me encantaba el colegio. Era un pillo, me saltaba la valla para cazar lagartijas durante el recreo y en más de una ocasión me vi envuelto en asuntos a los que simplemente llamaremos turbios y sobre los que correremos un tupido y conveniente velo, pero en el fondo adoraba la sensación de saber siempre o casi siempre la respuesta a la mayoría de las preguntas, ser el más rápido leyendo o sacar una de las notas más altas en los exámenes. Es cierto, era un empollón, pero de los raros, porque no encajaba en el perfil de los empollones de entonces, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto. Sobre todo me gustaba la literatura. Jamás olvidaré lo que sentí cuando una maestra leyó aquello de “no es verdad ángel de amor que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor”. No pude evitarlo, me fui a la biblioteca y leí Don Juan Tenorio de un tirón, fascinado por aquel caradura sinvergüenza que por la noche amaba a cualquier dama que se pusiese a tiro y por el día mataba en un duelo al rival más peligroso sin pestañear siquiera. Poco después, por alguna extraña razón llegó hasta mis manos El Diario de Ana Frank, fascinante y trágica historia de una proscrita, de una perseguida. Por si fuera poco, por aquella época leí Rebeldes y entonces lo supe con una certeza casi premonitoria: algún día, algún día escribiría un libro sobre todo aquello, sobre mi barrio, sobre el bichito, sobre las hojas moras y sobre el hijo de Alemania que repartía más hostias que el cura del pueblo.
Estaba seguro. Observando el otoño agonizando en las últimas hojas de los árboles desnudos del patio del colegio, tras los cristales empañados de mi vieja clase de séptimo de EGB, donde dos de mis compañeros se daban una buena tunda de palos mientras el maestro intentaba separarlos en vano, sabía -sin ningún género de dudas- que algún día, cuando llegase el momento, yo también escribiría mi historia.

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