SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































jueves, 29 de julio de 2010

CAPÍTULO VII

Debo reconocerlo. Nunca he entendido ese afán de la gente por madrugar y por la puntualidad. Yo me sublevaba cada mañana en la que el despertador con un ring infernal se empeñaba en perforar mis pobres e inocentes tímpanos para acudir a clase temprano. “Cinco minutito má, por favó. Solo cinco minutito má”. Total, tanta prisa por levantarme para ir a sentarme en un pupitre frío y desagradable donde solía pasar dormitando los primeros cuarenta minutos tampoco parecía muy importante. Quizás por eso siempre tenía una buena excusa para no ir a clase a primera hora “porque el maestro se ha puesto malo y nos ha dicho que no vayamos hasta segunda hora. Te lo juro mamá, mira que eres desconfiá, si quiere llama al colegio y te queda tranquila”. Por supuesto mi madre nunca llamaba y yo siempre tenía una o dos buenas excusas preparadas para evitar madrugar más de lo estrictamente necesario. Una cosa era levantarse para ver a Xuxa y otra muy distinta hacerlo para ir al colegio. Además, yo era de notables y sobresalientes, así que tampoco era necesario vigilarme de cerca.
Cuando no tenía más remedio que ir a primera hora siempre llegaba tarde. Y eso sí, entonces tocaba la monserga del maestro, la cual siempre concluía con un lapidario “y recuerda, a quien madruga dios le ayuda”. Como si a mi legión de legañas mal lavadas y a mis ojeras de grutas como la de Polifemo les interesara algo la opinión de ese señor bajito vestido con vaqueros demasiado apretados y una camisa de flores sesentera que hablaba con la suficiencia del que todo lo sabe. Pues si dios me hubiera echado un cable esta mañana, pensaba yo descorazonado, ahora estaría calentito en mi camita soñando en el paraíso del Xuxa world y mi madre no me hubiera obligado a venir para escuchar lecciones del hippie con gafas demasiado grandes que nos daba lengua ese año. Es que algunos días tenía mala suerte, de verdad.
Vale, vale, ya sé que todo el mundo se levanta temprano para trabajar o para estudiar, pero los errores hay que denunciarlos y en la medida de lo posible corregirlos, como en su día se corrigió el Antiguo Régimen o como esperamos que se corrija el capitalismo salvaje de nuestros días. Al menos yo, con diez, once y doce años creía rotundamente que la humanidad en algún momento cometió un error garrafal permitiendo que los adjetivos puntual y madrugador estuviesen ligados al concepto de personas serias, responsables, buenas y trabajadoras. Si no me creen, que le pregunten a cualquier niño de nueve añitos si le gusta ser martirizado de lunes a viernes con el rejoneo de venga arriba dormilón que ya son las ¡¡¡¡ siete y cuarto!!!!, seguido del puyazo de lávate la cara y los dientes y tómate la leche con cola cao (pero si todavía no sabe ni qué día es, por dios), acto seguido las banderillas de los doscientos kilos largos de los libros con los que debe recorrer un particular viacrucis hasta su Gólgota escolar, donde le espera el golpe de gracia de seis horas seguidas acuchillado por la semántica, las fracciones, el curso de los ríos o el círculo cromático.
Por si fuera poco, no contentas con eso, las madres te llaman cuando apenas llevas diez minutos de siesta. Vamos, vamos, dormilón que te pasas el día durmiendo y luego llegas tarde a las clases de la tarde… porque sí, ¡¡en mi época dábamos clases también por las tardes!!. No es que tuviera nada contra el colegio, pero al gracioso que lo puso por la mañana temprano no me hubiera importado presentarle a un par de matones de mi barrio, para que solucionasen sus diferencias, no sé si me explico.
Tal vez me equivocara, pero entonces pensaba que si los mayores no pasasen tanto tiempo pendientes del reloj probablemente serían muchísimo más felices y de paso yo viviría más tranquilo.

2 comentarios:

  1. Querido amigo, ¡qué grandes verdades comentas en este capítulo!. Odio, rotunda, total y conscientemente ese pequeño objeto que la gente suele llevar en su muñeca izquierda. No solo te indica la hora, sino los minutos de menos que te quedan de vida. ¿Para qué queremos saber la hora?. Aconsejo que durante un día permanezcáis sin él, vayais a trabajar, volver a casa, quedad con los amigos,... os aseguro que disfrutareis de la vida aún más. Desde que vivo sin estar pendiente del tiempo , me siento más dueña de mi vida, de mis decisiones, de mi futuro, es como una pequeña "aventura". Buenas noches noctámbulo

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  2. Buenas noches de nuevo, desconocida. Me alegra saber que en la medida de lo posible prescindes de ese yugo social e institucional que supone el reloj. Un poco de aire fresco y de libertad cambiarían la vida de muchas personas y tal vez les ensañarían lo realmente importante. Hasta pronto.

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