SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































sábado, 3 de julio de 2010

CAPÍTULO V

Si Satanás en persona hubiese decidido reencarnarse en un ser humano para sembrar el mundo con tempestades de fechorías e implantar su reino de maldad, sin duda alguna habría elegido a uno de mi barrio. Y no a uno cualquiera, que de tontos con pretensiones está el mundo lleno. Habría escogido al bichito verde, estaba completamente seguro. Porque malos, malos, malísimos los encontrabas en cada recodo, levantabas una piedra y salían tres o cuatro, pero lo del bichito verde era harina de otro costal, o como decía el Germán “a eze hay qu´echarle de comé aparte”.
Muchos años después supe que tenía un nombre real y normal, pero por aquel entonces para mí estaba envuelto en un aura de misterio y de sombras, era el mismísimo príncipe de las tinieblas con cara de crío algo regordete, más bien feucho y un pelín cabezón, siempre al acecho para atraparte y hacerte algo terrible, no sé bien el qué, pero tenía un miedo irracional a encontrarme con él a solas, sin otros demonios cerca para esconderme entre la muchedumbre y pasar desapercibido. Al parecer tenía un hermano mayor en la cárcel, se decía que por matar a veinte o a treinta personas, aunque también se decía que cada noche cuatro o cinco niños del barrio eran secuestrados por vendedores de órganos implacables que te sacaban las tripas sin anestesia y después tiraban tu cuerpo mutilado en un descampado donde te morías lentamente sin cenar ni nada, mientras tu madre te esperaba despierta con la zapatilla en la mano, pero con cara de preocupación. Yo lo creía todo a pie juntillas, cuando el río suena agua lleva, y muchas noches tenía pesadillas en las que el bichito verde y su hermano el asesino múltiple se aliaban con los ladrones de órganos para acabar conmigo. Era muy desagradable y aunque a veces yo fantaseaba con que de mayor sería un héroe valiente y abnegado, cuando en aquellos sueños me veía a solas con la banda del bichito siempre empezaba a gritar como una nenaza y a correr como un loco intentando escapar de mi destino. Una vez incluso me meé en la cama, lo juro. .. bueno, en realidad no fue por eso, simplemente se me escapó, pero le dije a mi madre que había sido por las pesadillas y no me pegó nada. Bueno, casi nada. Fue la única vez que el bichito verde hizo una buena acción por alguien, aunque en realidad la hizo sin su consentimiento, de hecho creo que si se hubiera enterado me habría matado o algo parecido.
Sin embargo, el colofón de mi terror infantil por la figura demoníaca del bichito llegó una calurosa tarde de verano en la que yo, ingenuo saco de huesos y pecas moteadas como los plátanos de canarias, me atreví a desafiar las leyes no escritas de que a ciertas horas era mejor no atravesar ciertos sitios y me aventuré por el bloque del maligno con una bicicleta que mi vecino “el quini” me había prestado. Por supuesto, en cuanto mi figura espectral, émula quizá de la del caballero de la triste figura, hizo acto de presencia en el reino del innombrable, aquél emergió de dios sabe dónde y antes de que pudiera echarme a correr o a llorar o a cualquier cosa, me encontré en el suelo, envuelto por una carcajada tosca y gutural, mientras el azote de mi placidez se montaba en mi bici prestada dispuesto a llevársela no sé a dónde para hacer no sé qué. En aquella ocasión, por primera en mi corta y jodida vida me falló la intuición y fui incapaz de recurrir a la verborrea para hipnotizar a mi enemigo. Por el contrario, incurrí en una torpeza indigna de alguien de mi experiencia en lides como aquellas. Así que sin darme cuenta, arrepintiéndome casi mientras las perlas léxicas de mi boca tejían a grito pelado un collar sintáctico perfecto, le dije exactamente lo que pensaba “so hijo puta, me cago en to tus muerto, cabrón”.
Dos horas más tarde, cuando el ocaso vestía de malvas anaranjados el horizonte irrepetible de los pinares de Punta Umbría, yo, sin dejar de correr ni de llorar me preguntaba quién me mandaría a mí a decirle todo lo que dije al Sauron de mi niñez, al innombrable, al temible e implacable bichito verde. Lo cierto es que las fuerzas ya empezaban a fallarme, tenía hambre, sed, sueño y los alambres tronchados de mis piernas no parecían dispuestos a sostenerme en pie durante mucho más tiempo. Pero Él seguía allí, a lo lejos, siguiéndome incansable, dispuesto a vengar la afrenta de mis insultos. Cuando se acercaba yo corría con todas mis fuerzas, entonces él, más lento, se paraba y esperaba. Yo volvía a detenerme y a observarlo en la distancia hasta que se ponía en marcha nuevamente y otra vez a empezar. Por si fuera poco, la bestia traía consigo a su hermano pequeño, más o menos de mi edad, que estaba por allí cerca cuando yo me acordaba de su familia y también tomó el agravio como algo personal, es que hay gente muy susceptible, de verdad. Lo cierto es que ya estaba un poco harto de ir y venir, le había dado la vuelta al barrio unas doce veces y había hecho más kilómetros que un seat de los antiguos, de modo que tomé una determinación.
Cuando Él avanzó yo no me moví, cada vez estaba más cerca y al verme inmóvil se animó corriendo más y más rápido, pero justo entonces, en el instante en que sus tenazas grotescas con un parecido razonable a unas manos estaban a punto de atraparme salí disparado de mi estado aparentemente catatónico y con una finta digna de Michael Jordan dejé atrás a mi perseguidor y encaré a su hermano que no esperaba encontrarme cara a cara sin el apoyo de su superior. Ese segundo de duda fue esencial para escapar. Mis pobres piernas casi no tocaban el suelo, mis perseguidores habían quedado atrás y yo era mucho más rápido, de modo que solo tenía que seguir corriendo hasta mi bloque, subir las escaleras y refugiarme en mi casa, de donde no saldría en los próximos treinta o cuarenta años. Lo había conseguido, ¡lo había conseguido! Había entablado una batalla desigual contra un gigante de mi barrio e iba a sobrevivir para contarlo, después de todo no había sido tan difícil, un poco de inteligencia, una pizca de reflejos y si te he visto no me acuerdo. Qué demonios, había sido incluso fácil. Me sentía tan orgulloso de mí mismo, tan feliz y tan jovial que olvidé una regla de oro “no bajes la guardia hasta que el peligro haya pasado” y por eso no lo vi, porque no lo esperaba. Salió de la nada y me hizo un placaje perfecto, como un jugador de rugbi de los de la tele, en serio, fue increíble. Me hizo dar unas diez volteretas por el suelo antes de gritar como un poseso, “lo tengo bicho, lo tengo, corre que ze levanta”, como si eso hubiese sido posible. Estaba agotado, magullado y desorientado, el Roge se había unido al grupo de cazadores al igual que una alimaña en busca de carnaza y yo torpe y descuidado ni siquiera había advertido su presencia.
Por supuesto, cuando los otros dos llegaron hasta mí se cebaron con mis despojos, me dieron hostias hasta en el carné de identidá, y hubiesen seguido sine die si no me llego a levantar no sé muy bien cómo y llorando como una nenaza no me hubiera puesto a llamar a mi mamá, que eso sí, en esos casos las madres tienen un súper oído que ya lo quisiera Superman. Al oír a lo lejos la voz de mi madre llamándome, los matones me dejaron con mis moratones y mi autoestima por los suelos y pusieron pies en polvorosa. Yo llegué hasta mi salvadora bañado en lágrimas, hecho un cristo por las llagas y el sufrimiento, pidiendo un poco de alivio maternal después de tantos padecimientos. “máma, mamá” logré articular entre sollozos. “Encima me va a llorá, que llevo una hora llamándote” y aquella vez, por primera vez en mi vida, los cinco zapatillazos que mi madre logró darme antes de que me metiera debajo de la cama me supieron a gloria porque al fin estaba en casa y por algún milagro inexplicable todavía seguía vivo.
Creo que después de aquello no volví a ver al bichito verde de cerca hasta que cumplí los dieciséis, pero esa, por supuesto, es otra historia que contaré más adelante.

2 comentarios:

  1. Si no recuerdo mal, al bicho lo encontraron muerto, tirado en algún lugar de Huelva.

    Sin lugar a duda todos hemos tenidos algunos elementos como el bichito verde que se han cruzado en nuestras vidas.

    Pero al igual que éste ahora dan lástima de como están.

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  2. Creo que tienes razón, probablemente todos hemos tenido a alguien así en nuestras vidas... y hemos sobrevivido para contarlo. Con respecto a la suerte del bichito, no te prepcupes, pronto podrás leerlo en los próximos capítulos. Un abrazo.

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