SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































domingo, 20 de junio de 2010

CAPÍTULO II

En mi barrio siempre había muchos perros. Y no me refiero a los vagos que se pasaban las horas muertas en el bar rascándose la barriga a golpe de cerveza y de cubatas, que también los había pero no me interesaban mucho por aquel entonces, la verdad. Yo hablo de los otros, los que ladraban, corrían, meneaban el rabo y mordían, sobre todo mordían, porque me chiflaban. A mí y a todos los demonios con caras de niños con los que jugaba cada día. Nos encantaba perseguir a cualquier gato incrédulo que osaba pasear con parsimonia o se revolcaba en la arena o se ponía a maullar en cualquier esquina; era un ejercicio de pura adrenalina. Dos, tres o cuatro perros pulgosos y canijos, diez o doce demonios con caras de mocosos y el millón de pecas de mi cara corriendo a todo trapo detrás de un gato que se había cruzado en mala hora en nuestro camino me daba la vida, en serio, era un gustazo. Ya sé, ya sé que a los amantes de los animales esto les parecerá horrible y cruel, pero esos no se han criado en mi barrio. Además con nueve o diez años no estaba yo para muchas lecciones morales que digamos.
Lo malo de aquellas correrías era que casi siempre acababan igual. El gato o la gata en cuestión siempre encontraban un pino al que subirse y entonces sí que se acababa la fiesta. Por supuesto, siempre tirábamos cien o doscientas piedras por si acaso, pero he de reconocer que o teníamos muy mala puntería (algo que varias cicatrices de mi cabeza pondrían en entredicho) o el felino se acurrucaba francamente bien en un punto estratégico donde nuestras armas no tenían ningún efecto. Exceptuando las poquísimas ocasiones en las que acertábamos y el gato caía entre las fauces de los perros que aguardaban impacientes, casi siempre nos marchábamos con las manos vacías, sudorosos, con los brazos extenuados de tirar piedras y con una vaga desazón cercana a la frustración que nos habría llevado a la depresión si no hubiese sido porque enseguida nos acordábamos de que los perros, los pulgosos, hambrientos y fieles perros sin duda todavía seguían allí. Dos demonios con caras infantiles o un demonio con cara infantil y yo con mi arsenal intacto de pecas nos subíamos a horcajadas de dos de los canes más fieros y los azuzábamos con toda la rabia de la que éramos capaces. La pelea no solía durar más de un par de minutos, pero se podía repetir el proceso tantas veces como se quisiera. Además, de vez en cuando nos llevábamos a nuestra jauría de paseo por otros barrios en busca de perros rivales. Huelga decir que casi siempre salíamos victoriosos.
Con el tiempo, no sé bien por qué, dejamos de hacer aquello. Tal vez porque cada vez eran menos los gatos a los que perseguir, quizá porque algún día de repente y sin avisar algún demonio con algo de fiebre dijese ostia puta quillo, que pena de gato, ¿no? O sencillamente porque los años no pasan en balde y aunque sea a base de pedradas la mayoría de la gente acaba madurando de un modo u otro. De cualquier forma, hubo un día en el que estábamos jugando al fútbol con nuestros perros pulgosos y mugrientos tumbados a la bartola, cuando un gato se atrevió a cruzar por detrás de nuestra portería a toda velocidad sin que el olfato atrofiado de nuestros compañeros de cuatro patas se hubiese percatado y … no hicimos nada. Simplemente nos miramos durante unos segundos y decidimos seguir jugando nuestro partido como si tal cosa. ¡Imagínate! Con un felino a tiro de piedra y nosotros no empezamos a correr como locos azuzando los colmillos afilados de nuestros pulgosos. .. En fin, las cosas cambian aunque no seas consciente de que están cambiando ni entiendas demasiado bien qué las motiva. A veces necesitas casi toda una vida para entenderlo, otras veces no logras entenderlo jamás. Yo, con poco más de nueve años, rodeado de demonios y con un saco de huesos por hacienda, demasiado tenía con seguir vivo y casi ileso cada día como para preocuparme por filosofías de todo a cien sobre la vida.

2 comentarios:

  1. La monotonía hace que lo que antes era " tela de guay " termine siendo un " vaya plasta tio". Esto lo estrapolamos y colocamos en el momento actual de nuestra vida, cada vez es más difícil sorprendernos y más aún a los que nos rodean,¿será que llega el momento en nuestras momentáneas vidas que ya no se deben de hacer experimentos y repetir un día tras otro la monotonía?. ¡¡¡Brrrr!!!, escalofríos me entran nada más que pensarlo. Buenas noches.

    ResponderEliminar
  2. Me niego a creer en un vida sin sorpresas, sin noches imprevisibles, sin un beso que lo cambia todo cuando el mundo parece derribarse. Me gusta levantarne cada día junto a la mujer a la que amo y adoro sus pequeños rituales cada día, pero me vuelvo a enamorar cada vez que la miro. Tal vez sea una tontería, pero para mí la vida tiene sentido en esos instantes. Nunca hay que renunciar a experimentar ni hay que tener miedo a arriesgarse. Buenas noches y hasta pronto.

    ResponderEliminar