SIENTO MUCHÍSIMO EL SILENCIO DE ESTOS MESES.

Ya sé que no he estado por aquí durante algún tiempo, pero a veces es mejor no luchar contra el destino y guardar silencio cuando tu voz se ahoga. Pronto, sin embargo, volveré a llenar de palabras las lagunas desiertas de mi alma. Hasta entonces, un abrazo.



























































































































































































































































martes, 14 de septiembre de 2010

CAPÍTULO XII

Mi madre me lo recordaba todas las tardes cuando salía a la calle “no juegue con candela que por
la noche te mea” y yo, que como ya os he dicho muchas veces me lo creía todo, estaba seguro de que era cierto. Además, el resto de madres les decía lo mismo a sus demonios y todas las madres no podían estar equivocadas.
Pero claro, una cosa era saber el riesgo vergonzoso que entrañaba jugar con el fuego y otra muy diferente dejar de hacerlo, porque eso de encender una candelita cerca de un pino donde previamente habíamos colgado un columpio y saltar por encima de la hoguera sin quemarnos era demasiado divertido y emocionante como para abandonarlo por algo que en todo caso ocurriría por la madrugada y sin ningún amigo cerca para mofarse de ti. De cualquier modo, nosotros adaptamos las advertencias maternas para hacerlas compatibles con nuestra diversión: la clave estaba en no mirar fijamente las llamas, porque eso y no saltar sobre ellas o meterle un tizón ardiendo en los pantalones al tonto de turno era lo realmente peligroso desde nuestro particular punto de vista.
Por si fuera poco, la posibilidad de que el nene o el Jose se cayeran en la candela era bastante alta. Y eso de verlos revolcándose por el suelo quitándose la ropa como unos desesperados mientras blasfemaban como cosacos echándose arena para no achicharrarse era un espectáculo que bien valía mojar la cama.
De todas formas cuando por la noche volvías a casa y tu madre olía el tufo insoportable de tu ropa a humo, por no hablar de tus manos y tu cara de minero recién salido de la mina, sabías que nada ni nadie te iba a librar de la súper zapatilla con suelas de goma que por artes enigmáticas y misteriosas te daba siempre en la parte del cuerpo donde no ponías las manos para amortiguar el golpe. Si te cubrías el cachete izquierdo, te golpeaba en el derecho. Si escondías el izquierdo evidentemente recababa sobre el derecho y si te tapabas los dos con ambas manos lograba plantarse en el muslo, pero eso sí, todo eso a una velocidad vertiginosa en la que te concentrabas tanto intentando evitar o amortiguar los golpes que al final acababas llorando de puro cansancio más que de dolor, porque después de casi diez eternos minutos anguileando con escorzos que ya hubiese querido plasmar Mirón en su discóbolo, te rendías a la evidencia de que una zapatilla en la mano diestra de mi madre era como un revólver en la muñeca de Lucky luck: un arma perfecta e invencible.
La mayoría de las noches, he de reconocerlo, no me hacía pis en la cama, pero cuando la desgracia acudía a mi lecho, me tocaba ración doble de zapatilla calentita aderezada con una salsa agridulce de “mira que te lo dije, no juegue con candela, no juegue con candela. Mañana voy a lleva la sabana ar colegio pa que to tus amigo se rían de ti”. Y yo ya me veía como el meón de la sábana amarilla, del que todos se mofaban y que tenía que mudarse de barrio cargando el cuerpo del delito como único equipaje. Pero se me pasaba pronto el mal rato, lo admito, yo ya sabía que mi madre solo era peligrosa con la zapatilla en la mano, pero lo de la dialéctica como método disuasorio no era la suyo. Al final volvía a dormirme y no podía evitar soñar con una candela inmensa que tenía que saltar a toda costa, pero me resultaba imposible a la primera, así que lo volvía a intentar una segunda y una tercera, y una cuarta… hasta que al final estaba agotado y con unas extrañas ganas de hacer pis que no lograba entender muy bien. En general me levantaba e iba al baño, pero en alguna que otra ocasión por culpa del sueño, o de lo calentito que se estaba en la cama o de total, una más o una menos tampoco será para tanto, la desgracia se cernía de nuevo sobre mí (o más bien bajo mí) y claro, entonces ya sí que lo de Hiroshima y Nagashaki parecía un petardo de todo a cien al lado de los gritos con los que mi madre clamaba al cielo y parecía una furia mitológica dispuesta a castigar mis muchos y terribles pecados.
Al día siguiente, cuando iba a salir a jugar mi madre me miraba sin decir ni una sola palabra, pero hay miradas que ya quisieran los matones de mi barrio. Yo, por supuesto, me llevaba mi trompo y me juraba a mí mismo que nunca más, bajo ningún concepto, aunque mi vida y la vida de la humanidad dependiesen de ello, volvería a jugar con una candela o con algo que se pareciera al fuego ni remotamente. Y siempre cumplía mi palabra. Hasta que el Jose mari me decía que el nene iba a saltar la candela “corre quillo, que eze ze quema vivo. Ya verá que lote de reí”. Y yo, que soy débil de espíritu y no le podía decir que no a un amigo, sacrificaba mi promesa en aras de la amistad y del espectáculo incomparable del nene intentando meterse como un gusano en la tierra mientras los pantalones se le quemaban.
Nunca supe si el fuego y mis desastres nocturnos tuvieron o no alguna relación, pero he de admitir que algunas noches de invierno, mientras las llamas crepitan en los leños casi consumidos de la chimenea y algunas pavesas coquetean inquietas en la hoguera, me sorprendo a mí mismo apartando temeroso la vista del fuego. ¿Quién sabe? ¿Y si todo no eran cuentos para asustar a los niños?

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